Mensaje del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas:
Con ocasión del 4º centenario del carisma que dio nacimiento a su Familia, me gustaría unirme a ustedes con unas palabras de agradecimiento y de ánimo y poner de relieve el valor y la actualidad de san Vicente de Paul.
San Vicente estuvo siempre en camino, abierto a la búsqueda de Dios y de sí mismo. A esta búsqueda constante se añadió la acción de la gracia: como pastor, tuvo un encuentro fulgurante con Jesús, el Buen Pastor, en la persona de los pobres. Lo que se comprobó especialmente cuando se conmovió ante la mirada de un hombre sediento de misericordia y la situación de una familia que carecía de todo lo necesario. En ese momento, descubrió la mirada de Jesús que le emocionó, invitándole a vivir, no ya para sí mismo, sino para servirle sin reserva en los pobres a los que Vicente de Paul llamaría más tarde “nuestros señores y nuestros amos” (Correspondencia, conferencias, documentos, Coste XI-3, p. 273). Su vida se transformó entonces en un servicio constante hasta su último suspiro. Una Palabra de la Escritura le había dado el sentido de su misión: “El Señor me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (cf. Lc 4, 18).
Con el deseo ardiente de dar a conocer a Jesús a los pobres, se consagró intensamente al anuncio, sobre todo por medio de las misiones populares, y especialmente prestando atención a la formación de los sacerdotes (del clero). Utilizaba de manera natural un « método sencillo »: hablar, en primer lugar con su propia vida y después, con una gran sencillez, de forma familiar y directa. El Espíritu hizo de él un instrumento que suscitó un impulso de generosidad en la Iglesia. Inspirado por los primeros cristianos que tenían “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32), san Vicente fundó las “Caridades” con el fin de atender a los más necesitados, viviendo en comunión y poniendo a disposición de todos sus propios bienes, con alegría, con la certeza de que Jesús y los pobres son los tesoros más valiosos y que, como a él le gustaba repetir, “cuando tú vas hacia el pobre, encuentras a Jesús”.
Este “granito de mostaza”, sembrado en 1617, hizo germinar la Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la Caridad, se ramificó en otros Institutos y Asociaciones y se ha convertido en un gran árbol (cf. Mc 4, 31-32): su Familia. Pero todo comenzó con este granito de mostaza: san Vicente no quiso nunca ser un protagonista o un líder, sino “un granito”. Estaba convencido de que la humildad, la mansedumbre y la sencillez son condiciones esenciales para encarnar la ley de la semilla que da vida muriendo (cf. Jn 12, 20-26), esta ley que hace fecunda la vida cristiana, esta ley por la que se recibe dando, se encuentra perdiendo y se irradia ocultándose. San Vicente estaba igualmente convencido de que no era posible hacerlo todo él solo, sino juntos, como Iglesia y Pueblo de Dios. A este respecto, me gusta recordar su intuición profética de valorar las cualidades excepcionales femeninas que se manifestaron en la delicadeza espiritual y la sensibilidad humana de santa Luisa de Marillac.
“Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40), dice el Señor. La búsqueda de los más pobres y abandonados” está en el núcleo central de la Familia vicenciana, con la conciencia profunda de ser “indignos de rendirles nuestros pequeños servicios” (Correspondencia, conferencias, documentos, Coste XI-3, p. 273). Deseo que este año de acción de gracias al Señor y de profundización del carisma sea la ocasión de beber en el manantial, de refrescarse en la fuente del espíritu de los orígenes. No olviden que las fuentes de gracia en las que ustedes beben, brotaron de corazones sólidos y firmes en el amor, “modelos insignes de caridad” (Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus Caritas est, 40). Ustedes aportan el mismo frescor, solamente levantando la mirada hacia la roca de donde brota. La roca es Jesús pobre, que pide que se le reconozca en aquel que es pobre, que no tiene voz. Pues Él está ahí. Y ustedes, a su vez, cuando encuentran existencias frágiles, rotas por pasados difíciles, están llamados a ser rocas. No a parecer duros e inquebrantables, ni a mostrarse insensibles a los sufrimientos, sino a ser puntos de apoyo, sólidos frente a los avatares del tiempo, resistentes en las adversidades, porque ustedes “reparan en la peña de donde fueron tallados, y en la cavidad del pozo de donde fueron excavados” (cf. Is 51,1). Así, están llamados a ir a las periferias de la condición humana y a llevar, no sus capacidades, sino el Espíritu del Señor, “Padre de los pobres”. El los esparce por el mundo, ampliamente, como a granos que crecen en una tierra árida, como un bálsamo de consuelo para el que está herido, como un fuego de caridad para calentar tantos corazones fríos por el abandono y endurecidos por el rechazo.
En verdad, todos nosotros estamos llamados a beber de la roca que es el Señor y a apagar la sed del mundo con la caridad que viene de él. La caridad está en el corazón de la Iglesia, es la razón de su acción, el alma de su misión. “La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley” (Benedicto XVI, Carta Encíclica Caritas in veritate, 2). Es la vía que tenemos que seguir para que la que Iglesia sea cada vez más madre y maestra de caridad, con un amor cada vez más intenso y desbordante entre ustedes y para con todos los hombres (cf, 1 Ts 3, 12). Concordia y comunión en el interior de la Iglesia, apertura y acogida en el exterior, con el valor de reconocer lo que puede ser una ventaja a fin de imitar en todo a su Señor y de encontrarse plenamente a sí mismos, haciendo de la aparente debilidad de la caridad la única razón de su orgullo (cf. 1Co 12, 19).
Resuenan en nosotros las palabras del Concilio, de una gran actualidad : “Cristo Jesús […] se hizo pobre, siendo rico. Así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres… así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo” (Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dogm. Lumen Gentium, 8).
San Vicente realizó esto a lo largo de su vida y nos habla, aún hoy, a cada uno de nosotros, como Iglesia. Su testimonio nos invita a estar siempre en camino, dispuestos a dejarnos sorprender por la mirada del Señor y por su Palabra. Nos pide la pobreza de corazón, una disponibilidad total y una humildad dócil. Nos impulsa a la comunión fraterna entre nosotros y a la misión valiente en el mundo. Nos pide liberarnos de lenguajes complicados, de discursos egocéntricos, centrados en nosotros mismos y de apego a los bienes materiales, que pueden tranquilizarnos en lo inmediato pero que no nos dan la paz de Dios y a menudo son incluso un obstáculo para la misión. Nos exhorta a invertir en la creatividad del amor, con la autenticidad de un “corazón que ve” (cf. Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus Caritas est, 31). De hecho, la caridad no se contenta con buenas costumbres del pasado, sino que sabe transformar el presente. Y esto es aún más necesario hoy día, ante la complejidad cambiante de nuestra sociedad globalizada donde ciertas formas de limosna y de ayuda, aunque justificadas por intenciones generosas, corren el riesgo de alimentar formas de explotación y de desigualdad y de no producir progresos reales y duraderos. Por esta razón, imaginar la caridad, organizar la cercanía e invertir en la formación son las enseñanzas actuales que nos vienen de san Vicente. Pero, al mismo tiempo, su ejemplo nos anima a dar espacio y tiempo a los pobres, a los numerosos pobres de nuestro tiempo, a los demasiado numerosos pobres de hoy, a hacer nuestros sus pensamientos y dificultades. El cristianismo sin contacto con el que sufre, es un cristianismo desencarnado, incapaz de tocar la carne de Cristo. Encontrar a los pobres, preferir a los pobres, dar la voz a los pobres con el fin de que su presencia no sea reducida al silencio por la cultura de lo efímero. Espero vivamente (con fuerza) que la celebración de la Jornada Mundial de los Pobres del próximo 19 de noviembre nos ayude en nuestra “vocación a seguir a Jesús pobre”, convirtiéndonos “cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados y reaccionando ante la cultura del descarte y del derroche” (Mensaje para la primera Jornada Mundial de los Pobres “No amemos de palabra sino con obras”, 13 de junio de 2017).
Pido para la Iglesia y para todos ustedes la gracia de encontrar al Señor Jesús en el hermano hambriento, sediento, extranjero, despojado de su ropa y de su dignidad, enfermo y prisionero o indeciso, ignorante, obstinado en el pecado, afligido, grosero, desconfiado y molesto. Y de encontrar en las llagas gloriosas de Jesús, la fuerza de la caridad, la felicidad del grano que, al morir, da vida, la fecundidad de la roca de donde brota el agua, la alegría de salir de sí mismos y de ir por el mundo, sin nostalgia del pasado sino con la confianza en Dios, creativos frente a los desafíos de hoy y de mañana porque, como decía san Vicente, “el amor es inventivo hasta el infinito”.
Del Vaticano, 27 de septiembre de 2017
Memoria de San Vicente de Paúl.