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Santos Basilio Magno y Gregorio Nacianceno, obispos y doctores de la Iglesia. 02 de Enero.

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Santos Basilio Magno y Gregorio Nacianceno, obispos y doctores de la Iglesia. 02 de Enero.

Memoria de san Basilio Magno y san Gregorio Nacianceno, obispos y doctores de la Iglesia. Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia, apodado «Magno» por su doctrina y sabiduría, enseñó a los monjes la meditación de la Escritura, el trabajo en la obediencia y la caridad fraterna, ordenando su vida según las reglas que él mismo redactó. Con sus egregios escritos educó a los fieles y brilló por su trabajo pastoral en favor de los pobres y de los enfermos. Falleció el día uno de enero del año 379. Gregorio, amigo suyo, fue obispo de Sancina, en Constantinopla, y finalmente de Nacianzo. Defendió con vehemencia la divinidad del Verbo, y mereció por ello ser llamado «Teólogo». Murió el 25 de enero del año 390. La Iglesia se alegra de celebrar conjuntamente la memoria de tan grandes doctores.

San Basilio Magno, obispo

Basilio nació en Cesarea, la capital de Capadocia, en el Asia Menor, a mediados del año 329. Por parte de padre y de madre, descendía de familias cristianas que habían sufrido persecuciones y, entre sus nueve hermanos, figuraron san Gregorio de Nissasanta Macrina la Joven y san Pedro de Sebaste. Su padre, san Basilio el Viejo, y su madre, santa Emelia, poseían vastos terrenos y Basilio pasó su infancia en la casa de campo de su abuela Macrina (venerada también popularmente como santa), cuyo ejemplo y cuyas enseñanzas nunca olvidó. Inició su educación en Constantinopla y la completó en Atenas. Allí tuvo como compañeros de estudio a san Gregorio Nazianceno, que se convirtió en su amigo inseparable, y a Juliano, que más tarde sería el emperador apóstata. Basilio y Gregorio, los dos jóvenes capadocios, se asociaron con los más selectos talentos contemporáneos y, como lo dice éste último en sus escritos, «sólo conocíamos dos calles en la ciudad: la que conducía a la iglesia y la que nos llevaba a las escuelas». Tan pronto como Basilio aprendió todo lo que sus maestros podían enseñarle, regresó a Cesarea. Allí pasó algunos años en la enseñanza de la retórica y, cuando se hallaba en los umbrales de una brillantísima carrera, se sintió impulsado a abandonar el mundo, por consejos de su hermana mayor, Macrina. Esta, luego de haber colaborado activamente en la educación y establecimiento de sus hermanas y hermanos más pequeños, se había retirado con su madre, ya viuda, y otras mujeres, a una de las casas de la familia, en Annesi, sobre el río Iris, para llevar una vida comunitaria.

Fue por entonces, al parecer, que Basilio recibió el bautismo y, desde aquel momento, tomó la determinación de servir a Dios dentro de la pobreza evangélica. Comenzó por visitar los principales monasterios de Egipto, Palestina, Siria y Mesopotamia, con el propósito de observar y estudiar la vida religiosa. Al regreso de su extensa gira, se estableció en un paraje agreste y muy hermoso en la región del Ponto, separado de Annesi por el río Iris, y en aquel retiro solitario se entregó a la plegaria y al estudio. Con los discípulos, que no tardaron en agruparse en torno suyo, entre los cuales figuraba su hermano Pedro, formó el primer monasterio que hubo en el Asia Menor, organizó la existencia de los religiosos y enunció los principios que se conservaron a través de los siglos y hasta el presente gobiernan la vida de los monjes en la Iglesia de Oriente. San Basilio practicó la vida monástica propiamente dicha durante cinco años solamente, pero en la historia del monaquismo cristiano tiene tanta importancia como el propio san Benito.

Por aquella época, la herejía arriana estaba en su apogeo y los emperadores herejes perseguían a los ortodoxos. En el año 363, se convenció a Basilio para que se ordenase diácono y sacerdote en Cesarea; pero inmediatamente, el arzobispo Eusebio tuvo celos de la influencia del santo y éste, para no crear discordias, volvió a retirarse calladamente al Ponto para ayudar en la fundación y dirección de nuevos monasterios. Sin embargo, Cesarea lo necesitaba y lo reclamó. Dos años más tarde, san Gregorio Nazianceno, en nombre de la ortodoxia, sacó a Basilio de su retiro para que le ayudase en la defensa de la fe del clero y de las Iglesias. Se llevó a cabo una reconciliación entre Eusebio y Basilio; éste se quedó en Cesarea como el primer auxiliar del arzobispo; en realidad, era él quien gobernaba la Iglesia, pero empleaba su gran tacto para que se diera crédito a Eusebio por todo lo que él realizaba. Durante una época de sequía a la que siguió otra de hambre, Basilio echó mano de todos los bienes que le había heredado su madre, los vendió y distribuyó el producto entre los más necesitados; mas no se detuvo allí su caridad, puesto que también organizó un vasto sistema de ayuda, que comprendía a las cocinas ambulantes que él mismo, resguardado con un delantal de manta y cucharón en ristre, conducía por las calles de los barrios más apartados para distribuir alimentos a los pobres. El año de 370 murió Eusebio y, a pesar de la oposición que se puso de manifiesto en algunos poderosos círculos, Basilio fue elegido para ocupar la sede arzobispal vacante. El 14 de junio tomó posesión, para gran contento de san Atanasio y una contrariedad igualmente grande para Valente, el emperador arriano. Por cierto que el puesto era muy importante y, en el caso de Basilio, muy difícil y erizado de peligros, porque al mismo tiempo que obispo de Cesarea, era exarca del Ponto y metropolitano de cincuenta sufragáneos, muchos de los cuales se habían opuesto a su elección y mantuvieron su hostilidad, hasta que Basilio, a fuerza de paciencia y caridad, se conquistó su confianza y su apoyo.

Antes de cumplirse doce meses del nombramiento de Basilio, el emperador Valente llegó a Cesarea, tras de haber desarrollado en Bitinia y Galacia una implacable campaña de persecuciones. Por delante suyo envió al prefecto Modesto, con la misión de convencer a Basilio para que se sometiera o, por lo menos, accediera a tratar algún compromiso. Sin embargo, ni las propuestas de Modesto, ni la amenazante intervención personal del emperador, lograron que el obispo accediese a callar sus objeciones contra el arrianismo o tolerar la admisión de los arrianos en la comunión. Promesas y amenazas fueron inútiles. «Ninguna otra cosa que la violencia podrá doblegar a un hombre semejante», según las propias palabras con que Modesto informó a su señor; pero éste no quería, tal vez por temor, recurrir a la violencia. El emperador Valente se decidió en favor del exilio y se dispuso a firmar el edicto; pero en tres ocasiones sucesivas, la pluma de caña con que iba a hacerlo, se partió en el momento de comenzar a escribir. Como el emperador era un hombre de carácter débil, quedó sobrecogido de temor ante aquella extraordinaria manifestación, confesó que, muy a su pesar, le admiraba la firme determinación de Basilio y, a fin de cuentas, resolvió que, en lo sucesivo, no volvería a intervenir en los asuntos eclesiásticos de Cesarea. Pero apenas terminada esta desavenencia, el santo quedó envuelto en una nueva lucha, provocada por la división de Capadocia en dos provincias civiles y la consecuente reclamación de Antino, obispo de Tiana, para ocupar la sede metropolitana de la Nueva Capadocia. La disputa resultó desafortunada para san Basilio, no tanto por haberse visto obligado a ceder en la división de su arquidiócesis, como por haberse malquistado con su amigo san Gregorio Nazianceno, a quien Basilio insistía en consagrar obispo de Sasima, un miserable caserío que se hallaba situado sobre terrenos en disputa entre las dos Capadocias.

Mientras el santo defendía así a la Iglesia de Cesarea de los ataques contra su fe y su jurisdicción, no dejaba de mostrar su celo acostumbrado en el cumplimiento de sus deberes pastorales. Hasta en los días ordinarios predicaba, por la mañana y por la tarde, a asambleas tan numerosas, que él mismo las comparaba con el mar. Sus fieles adquirieron la costumbre de comulgar todos los domingos, miércoles, viernes y sábados. Entre las prácticas que Basilio había observado en sus viajes y que más tarde implantó en su sede, figuraban las reuniones en la iglesia antes del amanecer, para cantar los salmos. Para beneficio de los enfermos pobres, estableció un hospital fuera de los muros de Cesarea, tan grande y bien acondicionado, que san Gregorio Nazianceno lo describe como una ciudad nueva y con grandeza suficiente para ser reconocido como una de las maravillas del mundo. A ese centro de beneficencia llegó a conocérsele con el nombre de Basiliada, y sostuvo su fama durante mucho tiempo después de la muerte de su fundador. A pesar de sus enfermedades crónicas, con frecuencia realizaba visitas a lugares apartados de su residencia episcopal, hasta en remotos sectores de las montañas y, gracias a la constante vigilancia que ejercía sobre su clero y su insistencia en rechazar la ordenación de los candidatos que no fuesen enteramente dignos, hizo de su arquidiócesis un modelo del orden y la disciplina eclesiásticos.

No tuvo tanto éxito en los esfuerzos que realizó en favor de las iglesias que se encontraban fuera de su provincia. La muerte de san Atanasio dejó a Basilio como único paladín de la ortodoxia en el Oriente, y éste luchó con ejemplar tenacidad para merecer ese título por medio de constantes esfuerzos para fortalecer y unificar a todos los católicos que, sofocados por la tiranía arriana y descompuestos por los cismas y las disensiones entre sí, parecían estar a punto de extinguirse. Pero las propuestas del santo fueron mal recibidas, y a sus desinteresados esfuerzos se respondió con malos entendimientos, malas interpretaciones y hasta acusaciones de ambición y de herejía. Incluso los llamados que hicieron él y sus amigos al papa san Dámaso y a los obispos occidentales para que interviniesen en los asuntos del Oriente y allanasen las dificultades, tropezaron con una casi absoluta indiferencia, debido, según parece, a que ya corrían en Roma las calumnias respecto a su buena fe. «¡Sin duda a causa de mis pecados -escribía san Basilio con un profundo desaliento-, parece que estoy condenado al fracaso en todo cuanto emprendo!»

Sin embargo, el alivio no había de tardar, desde un sector absolutamente inesperado. El 9 de agosto de 378, el emperador Valente recibió heridas mortales en la batalla de Adrianópolis y, con el ascenso al trono de su sobrino Graciano, se puso fin al ascendiente del arrianismo en el Oriente. Cuando las noticias de estos cambios llegaron a oídos de san Basilio, éste se encontraba en su lecho de muerte, pero de todas maneras le proporcionaron un gran consuelo en sus últimos momentos. Murió el l de enero del 379, a la edad de cuarenta y nueve años, agotado por la austeridad en que había vivido, el trabajo incansable y una penosa enfermedad. Toda Cesarea quedó enlutada y sus habitantes lo lloraron como a un padre y a un protector; los paganos, judíos y cristianos se unieron en el duelo. Setenta y dos años después de su muerte, el Concilio de Calcedonia le rindió homenaje con estas palabras: «El gran Basilio, el ministro de la gracia que expuso la verdad al mundo entero». Indudablemente que fue uno de los más elocuentes oradores entre los mejores que la Iglesia haya tenido; sus escritos le han colocado en lugar de privilegio entre sus doctores. En la Iglesia de Oriente la fiesta principal de san Basilio se celebra el l de enero, mientras que en Occidente, por concurrencia con la solemnidad de la Virgen María, Madre de Dios, se celebra el 2 de enero, conjuntamente con su amigo san Gregorio Nacianceno.

Muchos de los detalles relevantes en la vida de san Basilio se encuentran en sus cartas, de las cuales se conserva una extensa colección. En una de ellas nos cuenta que él pedía un cumplimiento estricto de la disciplina, lo mismo entre clérigos que entre laicos, y que cierto diácono, que no era malo, pero sí rebelde y un poco alocado, y que solía presentarse en medio de un grupo de muchachas que cantaban himnos y bailaban, tuvo que vérselas con él; con igual determinación combatió la simonía en los puestos eclesiásticos y la admisión de personas indignas entre el clero; luchó contra la rapacidad y la opresión de los funcionarios y llegó a excomulgar a todos los complicados en la «trata de blancas», una actividad muy difundida en Capadocia. Podía reconvenir con temible severidad, pero prefería las maneras suaves y gentiles; como un ejemplo, están sus cartas a una muchacha descarriada y a un clérigo colocado en un puesto de gran responsabilidad, que se estaba mezclando en política; muchos ladrones que sólo aguardaban ser entregados a los jueces para sufrir un castigo terrible, fueron amparados por el santo y devueltos a sus casas en completa libertad, pero con una imborrable amonestación sobre sus conciencias. Pero tampoco se quedaba callado Basilio cuando eran los acaudalados y poderosos quienes quebrantaban sus deberes: «¡Os negáis a dar con el pretexto de que no tenéis lo suficiente para vuestras necesidades! -exclamó en uno de sus sermones-. Pero en tanto que vuestra lengua os excusa, vuestra mano os acusa: ¡ese anillo que resplandece en vuestro dedo os denuncia como mentiroso! ¡Cuántos deudores podrían ser rescatados de la prisión con uno de esos anillos! ¡Cuántas pobres gentes ateridas por el frío se cubrirían con uno solo de vuestros guardarropas! ¡Y sin embargo, vosotros dejáis ir a los pobres de vuestras puertas, con las manos vacías!» No era únicamente a los ricos a quienes imponía la obligación de dar: «¿Dices que tú eres pobre? Bien; pero siempre habrá otros más pobres que tú. Si tienes lo bastante para mantenerte vivo diez días, aquel hombre no tiene suficiente para vivir uno … No tengáis temor de dar lo poco que tengáis. No coloquéis nunca vuestros propios intereses antes que la necesidad común. Dad vuestro último mendrugo de pan al mendigo que os lo pide y confiad en la misericordia de Dios».

San Gregorio de Nacianzo, obispo

En la ciudad de Nacianzo, de la región de Capadocia, muerte de san Gregorio, obispo, cuya memoria se celebra el día dos de enero.

San Gregorio de Nacianzo fue declarado Doctor de la Iglesia y apodado «el teólogo» (título que comparte con el apóstol san Juan), por la habilidad con que defendió la doctrina del Concilio de Nicea. Nació hacia el año 329, en Arianzo de Capadocia. Era hijo de santa Nona y san Gregorio el Mayor. Su padre era un antiguo propietario y magistrado que, después de convertirse al cristianismo junto con su esposa, recibió el sacerdocio y gobernó durante cuarenta y cinco años la diócesis de Nacianzo. Sus hijos, Gregorio y Cesario, recibieron una educación excelente. Después de haber hecho sus primeros estudios en Cesarea de Capadocia, donde conoció a san Basilio, San Gregorio de Nacianzo, que quería ser abogado, pasó a Cesarea, en Palestina, donde había una famosa escuela de retórica. Más tarde volvió a reunirse con su hermano en Alejandría. En aquella época, los estudiantes pasaban con facilidad de una escuela a otra; san Gregorio, después de una corta estancia en Egipto, decidió ir a terminar sus estudios en Atenas. Una furiosa tempestad que sacudió durante varios días la nave en que iba Gregorio, le hizo caer en la cuenta del riesgo en que se hallaba de perder su alma, ya que aún no había recibido el bautismo. Sin embargo, no se bautizó sino hasta varios años después, probablemente porque compartía la creencia de su época de que era muy difícil obtener el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. Gregorio pasó diez años en Atenas; casi todo ese tiempo estuvo con san Basilio, de quien llegó a ser íntimo amigo. Otro de sus compañeros, aunque no de sus amigos, fue el futuro emperador Juliano, cuya afectación y extravagancia eran muy poco del gusto de los jóvenes capadocios. Gregorio partió de Atenas a los treinta años de edad, después de aprender cuanto sus maestros podían enseñarle. No sabemos exactamente qué pensaba hacer en Nacianzo; en todo caso, si tenía intenciones de practicar su carrera de leyes o enseñar retórica, modificó sus planes. Gregorio había sido siempre muy devoto; pero por entonces abrazó una forma de vida mucho más austera, transformado, según parece, por una profunda experiencia religiosa, que tal vez fue el bautismo. Basilio, que vivía como solitario en el Ponto, en las riberas del Iris, le invitó a reunirse con él, y Gregorio aceptó al punto. En medio de aquel hermoso paisaje solitario, del que san Basilio nos dejó una bellísima descripción, los dos amigos pasaron un par de años, consagrados a la oración y al estudio; durante ellos, hicieron una colección de extractos de las obras de Orígenes y echaron los fundamentos de la vida monástica de Oriente, cuya influencia había de dejarse sentir también en el Occidente a través de san Benito.

Gregorio tuvo que arrancarse de aquel remanso de paz para ir a ayudar a su padre, que tenía ya ochenta años, en la administración de su diócesis y de sus bienes. Pero el anciano, al que no satisfacía plenamente la ayuda que su hijo le prestaba como laico, le ordenó sacerdote más o menos por la fuerza, con la ayuda de algunos fieles. Aterrorizado al verse elevado a la dignidad sacerdotal, de la que la conciencia de su indignidad le había mantenido alejado hasta entonces, san Gregorio se dejó llevar de su primer impulso y huyó en busca de su amigo Basilio. Sin embargo, diez semanas más tarde, volvió a la casa de su padre, decidido a aceptar las responsabilidades de su vocación. La apología que escribió sobre su fuga es, en realidad, un tratado sobre el sacerdocio, en el que se fundaron cuantos han escrito posteriormente sobre el tema, empezando por san Juan Crisóstomo. Un incidente se encargó pronto de demostrar cuán necesaria era la presencia de Gregorio en Nacianzo: su padre y muchos otros prelados habían aceptado las decisiones del Concilio de Rímini, con la esperanza de ganarse así a los semiarrianos. Esto produjo una violenta reacción entre los mejores católicos, especialmente entre los monjes, y sólo la habilidad de san Gregorio consiguió evitar el cisma. Todavía se conserva el discurso que pronunció el día de la reconciliación, así como dos oraciones fúnebres de la misma época: la de su hermano san Cesario, que había sido médico del emperador en Constantinopla, en el año 369 y la de su hermana santa Gorgonia.

El año 370, san Basilio fue elegido metropolitano de Cesarea. En aquella época, el emperador Valente y el procurador Modesto hacían lo imposible por introducir el arrianismo en Capadocia y san Basilio se convirtió en el principal obstáculo para la realización de sus planes. Con el objeto de disminuir la influencia de este último, Valente dividió la Capadocia en dos provincias e hizo de la ciudad de Tiana la capital de la nueva. El obispo de Tiana, Antimo, reclamó inmediatamente la jurisdicción archiepiscopal sobre la nueva provincia; pero San Basilio arguyó que la nueva división política no afectaba en nada su autoridad de metropolitano. A fin de consolidar su posición, contando con un amigo en el territorio en disputa, san Basilio nombró a san Gregorio obispo de la nueva diócesis de Sásima, ciudad malsana y miserable, que se hallaba situada en la frontera de las dos provincias. Gregorio aceptó contra su voluntad la consagración, pero nunca se trasladó a Sásima, cuyo gobernador era su enemigo declarado. San Basilio acusó de cobardía a san Gregorio, el cual declaró que no estaba dispuesto a batirse por una diócesis. Aunque más tarde volvieron a reconciliarse los dos amigos, san Gregorio quedó herido y su amistad no volvió a ser nunca tan íntima como antes. San Gregorio permaneció, pues, en Nacianzo, actuando como coadjutor de su padre, quien murió al año siguiente. A pesar de su deseo de retirarse a la soledad, san Gregorio tuvo que aceptar el gobierno de la diócesis, hasta que fuese nombrado el nuevo obispo. Pero la enfermedad le obligó a retirarse a Seleucia, el año 375, y allí permaneció cinco años. A la muerte del emperador Valente, cesó la persecución contra la Iglesia. Naturalmente, los obispos decidieron enviar a los más celosos y cultos de sus hombres a las ciudades y provincias que más habían sufrido con la persecución.

La Iglesia de Constantinopla era, sin duda, la que se hallaba en peor estado, ya que estuvo sometida a la influencia de los arrianos, durante treinta o cuarenta años, y no tenía una sola iglesia para reunir a los que habían permanecido fieles al catolicismo. Un consejo episcopal invitó a san Gregorio a encargarse de la restauración de la fe en Constantinopla. Este, cuyo temperamento sensible y pacífico le hacía temer aquel remolino de intrigas, corrupción y violencia, se negó al principio a salir de su retiro, pero finalmente aceptó. Sus pruebas empezaron desde que llegó a Constantinopla, pues el populacho, acostumbrado a la pompa y al esplendor, recibió con recelo a aquel hombrecillo mal vestido, calvo y prematuramente encorvado. San Gregorio se alojó al principio en casa de unos amigos, que pronto se transformó en iglesia, y le dio el nombre de «Anastasia», es decir, el sitio en que la fe iba a resucitar. En aquel reducido santuario se dedicó a predicar e instruir al pueblo. Allí fue donde predicó sus célebres sermones sobre la Santísima Trinidad que le merecieron el título de «el teólogo», por la profundidad con que captó la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Poco a poco creció su fama y la capacidad de su iglesia resultó insuficiente. Por su parte, los arrianos y los apolinaristas no dejaban de esparcir insultos y calumnias contra él. En una ocasión llegaron incluso a irrumpir en la iglesia para arrastrar a san Gregorio a los tribunales. Pero el santo se consolaba al saber que, si la fuerza estaba del lado de sus enemigos, la verdad, en cambio, estaba de su parte; si ellos poseían las iglesias, él tenía a Dios; si el pueblo apoyaba a sus adversarios, los ángeles le sostenían a él. San Gregorio se ganó la estima de los más grandes hombres de su tiempo: san Evagrio del Ponto se trasladó a Constantinopla para ayudarle como archidiácono, y san Jerónimo fue del desierto de Siria a Constantinopla, para oír las enseñanzas de San Gregorio.

Pero siguió la lluvia de pruebas sobre el campeón de Cristo, tanto por parte de los herejes como de sus propios fieles. Un tal Máximo, un aventurero al que el santo había prestado oídos y alabado públicamente, se hizo consagrar obispo por unos prelados que se hallaban de paso en la ciudad y aprovechó una enfermedad de san Gregorio para apoderarse de la sede. Este consiguió imponerse sobre el usurpador, pero el incidente le dolió mucho, sobre todo cuando supo que varios de aquellos a quienes él consideraba amigos habían apoyado a Máximo. En los primeros meses del año 380, el obispo de Tesalónica confirió el bautismo al emperador Teodosio. Poco después, éste promulgó un edicto por el que obligaba a sus súbditos bizantinos a practicar la fe católica, tal como la profesaban el papa y el arzobispo de Alejandría. En Constantinopla, Teodosio puso al obispo arriano ante la disyuntiva de aceptar la fe de Nicea o abandonar la ciudad. El prelado escogió el destierro y Teodosio determinó instalar a san Gregorio en su lugar, ya que hasta entonces había sido prácticamente obispo en Constantinopla, pero no obispo de Constantinopla. Un sínodo confirmó el nombramiento de san Gregorio, quien fue entronizado en la catedral de Santa Sofía, en medio de las aclamaciones del pueblo. Pero su gobierno duró apenas unas cuantos meses. Sus antiguos enemigos se levantaron contra él y la hostilidad no hizo sino aumentar, ante la decisión de san Gregorio sobre el asunto de la sede vacante de Antioquía. El pueblo empezó a dudar sobre la validez de la elección del santo, quien fue objeto de algunos atentados. Tan amante de la paz como siempre, y temeroso de que la inquietud del pueblo llevase al derramamiento de sangre, san Gregorio determinó renunciar a su cargo: «Si mi gobierno de la diócesis produce disturbios -manifestó ante la asamblea-, estoy dispuesto, como Jonás, a dejarme arrojar al mar para calmar la tempestad, aunque no la he provocado yo. Si todos siguiesen mi ejemplo, la Iglesia gozaría pronto de la paz. Yo jamás aspiré a la dignidad que ocupo y la acepté contra mi voluntad. Por consiguiente, si lo juzgáis conveniente, estoy dispuesto a partir». El emperador acabó por dar su consentimiento y san Gregorio pronunció un noble y conmovedor discurso de despedida. Su tarea allí estaba terminada; quedaba encendida de nuevo la llama de la fe, que se había apagado en Constantinopla y la mantuvo encendida en las horas más sombrías por las que había atravesado la Iglesia. Un rasgo característico del santo fue el que mantuvo siempre relaciones cordiales con su sucesor, Nectario, quien le era inferior en todo, excepto en la nobleza del linaje.

San Gregorio pasó algunas temporadas en las posesiones que había heredado y en Nacianzo, donde aún no se había instalado el sucesor de su padre. Pero el año 383, después de lograr que su primo Euladio fuese elegido para ocupar la sede vacante, se retiró por completo a la vida privada, en la paz de su hermoso parque, donde había un bosquecillo y una fuente. Pero aun allí practicaba la mortificación, ya que jamás se calzaba ni encendía fuego. Hacia el fin de su vida, escribió una serie de poemas religiosos, tan bellos como edificantes. Dichos poemas son muy interesantes desde el punto de vista biográfico y literario, ya que el santo cuenta en ellos su vida y sus sufrimientos; su forma exquisita llega, a veces, a lo sublime. La fama de escritor de que ha gozado san Gregorio hasta nuestros días se debe a esos poemas, a sus sermones y a sus deliciosas cartas. San Gregorio murió en su retiro, el año 390. Sus restos, que fueron primero trasladados de Nacianzo a Constantinopla, reposan actualmente en San Pedro de Roma.

San Gregorio gustaba de hablar de la condescendencia que Dios había mostrado a los hombres. En una de sus cartas, escribía: «Admirad la extraordinaria bondad de Dios, que se digna tomar en cuenta nuestros deseos como si tuviesen gran valor. Desea ardientemente que le busquemos y le amemos y recibe nuestras peticiones como si se tratase de un favor o un beneficio que los hombres le hiciésemos. Dios tiene más gozo en dar que nosotros en recibir. Lo único que no soporta es que le pidamos tibiamente y que pongamos límites a nuestras peticiones. Pedirle cosas frívolas sería hacer una ofensa a la liberalidad con que Dios está dispuesto a oírnos».

Las cartas y escritos de san Gregorio, especialmente el largo poema De Vita Sua (que tiene casi dos mil versos) son nuestra principal fuente de información sobre su vida. Desgraciadamente, la aparición de la gran edición benedictina de sus obras sufrió muchas dilaciones. Varios de los editores murieron sucesivamente y el primer volumen de los sermones no vio la luz sino hasta 1778. Cuando se preparaba el segundo volumen, estalló la Revolución Francesa, de suerte que no fue publicado sino hasta 1840. La Academia de Cracovia ha emprendido una nueva edición crítica. Muchos de los antiguos manuscritos de las obras de san Gregorio, algunos de los cuales datan del siglo IX, están adornados con hermosas miniaturas. Ver sobre ellos el artículo de Dom Leclercq (Dictionnaire d’Archéologie chrétienne et de Liturgie, vol. VI, cc. 1667-1710), con numerosas reproducciones de las miniaturas. En inglés, el ensayo del cardenal Newman en Historical Sketches, vol. III , pp. 50-94 conserva todo su valor. En español, el tomo II de la edición BAC de la Patrología de Quasten incluye un extenso artículo. En la serie de catequesis dedicadas a los grandes teólogos y santos, SS Benedicto XVI dedicó dos a san Gregorio Nacianceno, la primera de contenido más biográfico, y la segunda más teológico.

 

Fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

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