“La Iglesia de Roma nos invita hoy a celebrar el triunfo de San Lorenzo, que superó las amenazas y seducciones del mundo, venciendo así la persecución diabólica”, dijo de él San Agustín.
Señor Dios: Tú le concediste a este mártir un valor impresionante
para soportar sufrimientos por tu amor, y una generosidad
total en favor de los necesitados. Haz que esas dos cualidades
las sigamos teniendo todos en tu Santa Iglesia:
generosidad inmensa para repartir nuestros bienes entre los pobres,
y constancia heroica para soportar los males y
dolores que tú permites que nos lleguen.
San Lorenzo (c.225-258) era uno de los siete diáconos “regionarios” de Roma, es decir, tenía a su cargo una de las regiones o cuarteles de la ciudad, asistiendo al Papa, obispo de Roma. Lorenzo fue muy cercano al Papa de aquel entonces, San Sixto II, quien murió martirizado por los soldados del emperador después de ser detenido mientras celebraba Misa en un cementerio de la ciudad eterna.
La antigua tradición cuenta que San Lorenzo, al ver que iban a matar al Pontífice, le dijo: “Padre mío, ¿te vas sin llevarte a tu diácono?” y el Santo Padre le respondió: “Hijo mío, dentro de pocos días me seguirás”.
Inmediatamente después de lo sucedido a San Sixto II, Lorenzo, viendo que moriría pronto, recogió todos los bienes de la Iglesia de los que disponía en ese momento, los vendió y repartió el dinero entre los más necesitados.
La autoridad imperial encargada de la administración de la ciudad tomó noticia de ello y llamó a San Lorenzo para que le entregue lo que tenía y, con ello, costear una de las campañas militares del Emperador. El Santo le pidió tres días de plazo para reunir los bienes.
Al cumplirse el tiempo, el diácono juntó a un grupo de gente muy pobre, entre lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y leprosos que él ayudaba con las limosnas. Se presentó ante la autoridad y lo desafió diciéndole que ellos eran los tesoros más preciados de la Iglesia de Cristo.
Por esta acción, Lorenzo fue condenado a muerte. La orden era que muriese lenta y dolorosamente sobre una parrilla de hierro encendida, por haber desafiado el poder del Emperador. El testimonio sobre su martirio da cuenta del esplendor de su rostro ante la muerte, y se dice que podía sentirse un aroma agradable en medio de la cruel escena. Cuenta el mismo relato que San Lorenzo pidió que le diesen la vuelta sobre la parrilla y pudiese quedar así completamente quemado. Esto sucedió el 10 de agosto del año 258.
El martirio de San Lorenzo significó un crecimiento del número de bautizados y un golpe muy fuerte para los enemigos de la Iglesia. Por el testimonio de Lorenzo, muchos paganos abrazaron el cristianismo.
La devoción a este gran santo se ha expandido por todo el mundo y muchos pueblos y ciudades hoy llevan su nombre. En Roma, la Basílica de San Lorenzo es considerada la quinta en importancia.
Como un dato anecdótico, el club de fútbol favorito del Papa Francisco lleva el nombre del diácono mártir: el Club Atlético San Lorenzo de Almagro. Dicho nombre fue puesto por uno de los fundadores de la institución, el salesiano P. Lorenzo Massa.
El Diácono Permanente
Salutación: Pax et bonum.
Hermanos en el diaconado, amémonos los unos a los otros para profesar unánimes nuestra fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo: la Trinidad consubstancial e indivisible (Saludo de la Paz, Liturgia Bizantina).
La paz esté con ustedes.
«¡Que alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén» (Sal. 122 [121], 1).
Hemos venido en peregrinación a celebrar el Gran Jubileo del Año 2000. Se han completado 2000 años de la encarnación del Hijo de Dios. Él es la puerta que se abre hacia el tercer milenio. La puerta por donde pasa la Iglesia hacia el Reino futuro: Hoy es el día de salvación. «Este es el día que hizo el Señor; alegrémonos y regocijémonos en él» (Sal. 118 [117], 24).
El Jubileo es el «Año de Gracia» en que se purifica y se renueva nuestro corazón. ¡Acerquémonos, diáconos todos! Vamos a purificarnos en las aguas abundantes que manan del templo. Dejemos que el Señor ilumine nuestros rostros para proclamar con júbilo que Jesús es el Cristo, el Señor. Pidámosle que infunda en nosotros el Espíritu Santo para salir de este lugar sagrado anunciando el Evangelio. ¡Cristo ayer! ¡Cristo hoy! ¡Cristo siempre! ¡Es eterno su amor! ¡Viva Cristo!
Él, que nos llamó personalmente al ministerio del diaconado, hoy nos llama a participar de la renovación del tiempo y de la historia: es este el tiempo de reconciliación. Es esta la historia de salvación. El amor que todo lo sana tiene que prevalecer entre nosotros. Animados con ese espíritu, entremos en materia.Por lo tanto, nos preguntamos: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos?
Fuente: Aciprensa