Santa Águeda de Catania fue una virgen que murió mártir durante la persecución del emperador romano, Decio, en el siglo III.
Desde la antigüedad su culto se extendió por toda la Iglesia inmediatamente después de su martirio y el inicio de su veneración pública.
Santa Águeda nació en Catania, Sicilia, al sur de Italia, hacia el año 230. Como Santa Inés, Santa Cecilia y Santa Lucía, decidió conservarse virgen desde muy joven.
Durante la persecución de Decio, el gobernador Quinciano buscó enamorarla, sin embargo, Águeda rechazó todas sus propuestas. Por tal motivo, el romano la acusó de ser una mujer malvada y la subyugó a crueles torturas.
Según las Actas de su martirio, en primer lugar, el gobernador la llevó a una casa de mujeres de mala vida durante un mes, pero nada la hizo quebrantar su juramento de virginidad hecho a Dios. Luego, enfurecido, el romano ordenó que torturaran a la joven y que le cortaran los senos.
Se indica que esa noche se le apareció San Pedro, quien la sanó y la animó a sufrir por Cristo. Eventualmente, ella sucumbió a las repetidas crueldades practicadas sobre ella el 5 de febrero del año 251.
Según la tradición, en una erupción del volcán Etna, ocurrida un año después del martirio de Santa Águeda, la lava se detuvo milagrosamente cuando los pobladores pidieron su intercesión. Por eso la ciudad de Catania la tiene como patrona y las regiones aledañas al Etna la invocan como patrona y protectora contra fuego, rayos y volcanes.
Además de estos elementos, la iconografía de Santa Águeda suele presentar la palma (victoria del martirio) y algún símbolo o gesto que recuerde las torturas que padeció.
Biografía
Como Santa Inés, Santa Cecilia y Santa Lucía,
decidió conservarse siempre pura y virgen, por amor a Dios.
En tiempos de la persecución del tirano emperador Decio, el gobernador Quinciano se propone enamorar a Agueda, pero ella le declara que se ha consagrado a Cristo.
Para hacerle perder la fe y la pureza el gobernador la hace llevar a una casa de mujeres de mala vida y estarse allá un mes, pero nada ni nadie logra hacerla quebrantar el juramento de virginidad y de pureza que le ha hecho a Dios. Allí, en esta peligrosa situación, Agueda repetía las palabras del Salmo 16: «Señor Dios: defiéndeme como a las pupilas de tus ojos. A la sombra de tus alas escóndeme de los malvados que me atacan, de los enemigos mortales que asaltan.
El gobernador le manda destrozar el pecho a machetazos y azotarla cruelmente. Pero esa noche se le aparece el apóstol San Pedro y la anima a sufrir por Cristo y la cura de sus heridas.
Al encontrarla curada al día siguiente, el tirano le pregunta: ¿Quién te ha curado? Ella responde: «He sido curada por el poder de Jesucristo». El malvado le grita: ¿Cómo te atreves a nombrar a Cristo, si eso está prohibido? Y la joven le responde: «Yo no puedo dejar de hablar de Aquél a quien más fuertemente amo en mi corazón».
Entonces el perseguidor la mandó echar sobre llamas y brasas ardientes, y ella mientras se quemaba iba diciendo en su oración: «Oh Señor, Creador mío: gracias porque desde la cuna me has protegido siempre. Gracias porque me has apartado del amor a lo mundano y de lo que es malo y dañoso. Gracias por la paciencia que me has concedido para sufrir. Recibe ahora en tus brazos mi alma». Y diciendo esto expiró. Era el 5 de febrero del año 251.
Desde los antiguos siglos los cristianos le han tenido una gran devoción a Santa Águeda y muchísimos y muchísimas le han rezado con fe para obtener que ella les consiga el don de lograr dominar el fuego de la propia concupiscencia o inclinación a la sensualidad.