Iglesia Católica se une en Solidaridad con las Víctimas del lamentable hecho en Jet Set, con una misa presidida por el Nuncio Apostólico

by Arquidiocesis Sto. Dgo.
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Este viernes 11 de abril, la comunidad católica se unió en la Parroquia Jesús Maestro de Santo Domingo para realizar una Eucaristía en solidaridad con las víctimas del lamentable suceso ocurrido en el Centro de Diversión Jet Set. La misa fue presidida por S.E.R. Mons. Piergiorgio Bertoldi, Nuncio Apostólico en la República Dominicana, quien estuvo acompañado de S.E.R. Mons. Francisco Ozoria Acosta, Arzobispo de Santo Domingo, Mons. Amable Durán, Obispo Auxiliar de Santo Domingo, S.E.R. Mons. Benito Ángeles, Obispo Auxiliar Emérito de Santo Domingo, y una representación de sacerdotes y diáconos de la Arquidiócesis de Santo Domingo.

La Eucaristía, fue realizada en un ambiente de profundo recogimiento y oración, fue un acto de consuelo y esperanza para las familias afectadas, así como un llamado a la unidad y solidaridad en momentos de adversidad. Durante la homilía, Mons. Bertoldi destacó la importancia de la fe como fuente de fortaleza ante las tragedias y alentó a la comunidad a mantenerse firmes en la oración, buscando consuelo en el amor de Dios.

A continuación, presentamos la homilía íntegra de Mons. Piergiorgio Bertoldi:

 

“RECIBE, PADRE, EN TU PAZ A ESTOS HERMANOS Y HERMANAS NUESTROS”

 

Santo Domingo de Guzmán
Parroquia Jesús Maestro, 11 de abril 2025

 

EL PAPA FRANCISCO, VIVAMENTE APENADO AL CONOCER LA DOLOROSA NOTICIA DEL TRÁGICO SUCESO OCASIONADO POR EL COLAPSO DEL TECHO DE LA DISCOTECA, JET SET EN SANTO DOMINGO, REPÚBLICA DOMINICANA, EL CUAL HA OCASIONADO NUMEROSAS VICTIMAS Y HERIDOS, OFRECE SUFRAGIOS POR EL ETERNO DESCANSO DE LOS DIFUNTOS.

ASIMISMO, SU SANTIDAD HACE LLEGAR SU SENTIDO PÉSAME A LOS FAMILIARES DE LOS FALLECIDOS, JUNTO CON SUS EXPRESIONES DE CONSUELO, VIVA SOLICITUD Y DESEOS DE PRONTO RESTABLECIMIENTO DE LOS HERIDOS.

MIENTRAS ALIENTA A PERSEVERAR EN LOS ESFUERZOS DE AYUDA Y ACOMPANAMIENTO, EL SANTO PADRE IMPARTE A TODOS, POR INTERCESIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, CONSUELO DE LOS AFLIGIDOS, LA CONFORTADORA BENDICIÓN APOSTÓLICA, COMO SIGNO DE ESPERANZA EN EL SEÑOR RESUCITADO.

 

CARDENAL Pietro Parolin SECRETARIO DE ESTADO

Queridos amigos y hermanos dominicanos:

Ustedes me han recibido con cariño y simpatía y me ha sido fácil sentirme en casa desde que llegué a la Isla Española. Hoy, en estos días, siento que soy un poco más uno de ustedes: su dolor es mi dolor, su esfuerzo por aceptar la tragedia que ocurrió el lunes pasado también es el mío.

El tiempo, desde aquellas primeras horas tras la tragedia, parece suspendido y, viviendo con ustedes, en medio de ustedes, he sentido el aliento roto de toda una Nación. He experimentado casi un silencio en esta nuestra bellísima y ruidosa ciudad de Santo Domingo, donde casi la oscuridad arropa esta isla bañada por el sol del Caribe.

Los momentos de oscuridad regresan en la historia. Nos los recuerdan las 59 guerras en curso en nuestro planeta, esas casi desconocidas y las más comentadas, a las que quizás hemos corrido el riesgo de acostumbrarnos, pienso en Ucrania o Palestina, por las cuales el Papa Francisco nunca ha dejado de invocar la paz. Pero también hay tragedias que escapan a la maldad humana: el terrible terremoto en Myanmar de la semana pasada, sobre el cual sólo la estupidez y la ceguera del mal pueden sumar, a la tragedia, la violencia de la represión.

Pero también aquí cerca de nosotros, en la que creíamos una ciudad segura, en un local de diversión, sin problemas, un lugar destinado a hacer que nuestra Santo Domingo se encuentre sin peligros con tantas ciudades; sí también aquí, pues unas series de errores, negligencias, fatalidades (sobre las cuales indagarán las autoridades competentes) nos hizo entrar de repente, el lunes pasado, en una situación de oscuridad, lágrimas, desgarramientos y lutos.

Todos los que han visto de cerca la destrucción que se produjo en cuestión de segundos aún tienen en la mente una visión espantosa de dolor y muerte. Una muerte que ha arrebatado a sus seres queridos, a personas de todas las edades y de diferentes estratos sociales, desde los jóvenes esposos, hijos amados con ternura, hasta sus padres, amigos, todos reunidos en torno a la buena música, alegres, serenos y en confianza; pero también los músicos, las personas que en ese local pensaban ofrecer una velada agradable, así como los empleados que prestaban su trabajo en ese lugar de diversión para sus hermanos, ellos también fueron arrebatados de manera abrupta.

Cada uno de los parientes y familiares aquí presentes podría contar cuántos lazos de vida y amor, de amistad y trabajo, de afecto y esperanzas han sido truncados en esos pocos segundos de terror.

Por eso estamos muchos aquí, para expresar a los familiares de las víctimas, nuestra solidaridad en tanto dolor: desde el Presidente de la República, a quien saludamos con deferencia y agradecemos por mostrar, desde las primeras horas tras la catástrofe, el rostro compasivo del Estado y por su participación, hasta las otras autoridades civiles y militares, nacionales y locales, junto con los representantes de las diversas comunidades que componen el colorido mundo de esta Isla, y con las autoridades religiosas, también a las otras comunidades de creyentes que probablemente están orando en otros templos, y que podemos sentirlos junto a nosotros en esta celebración, más en particular el querido Arzobispo de Santo Domingo, el Excelentísimo Mons. Francisco Ozoria Acosta a quien se le ocurrió la idea de esta Eucaristía  en una iglesia cercana al lugar de la tragedia, como para manifestar también físicamente nuestra proximidad a las víctimas y a sus seres queridos.

Ante el misterio de la muerte, todos nos sentimos solidarios con el mismo destino humano y necesitados de abrazarnos unos a otros para poder encontrar consuelo.

Sentimos también que debemos expresar una palabra de agradecimiento a aquellos que se han esforzado en los rescates. Junto a ellos, quiero dar las gracias a todos los que, de diversas maneras, han hecho cuanto estaba en su mano para confortar a los familiares y amigos de las víctimas, entre ellos Su Eminencia el Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, que acudió al lugar de la tragedia, recordándonos, con su gesto, que la compasión es aún más verdadera cuando se manifiesta en el encuentro de las distintas fragilidades humanas.

En realidad, frente a la tragedia de una vida truncada, especialmente si es de manera repentina y violenta, todos nosotros nos sentimos desorientados y sin palabras. No hay razón lógica para una muerte, y una muerte así, salvo nuestra fragilidad existencial y, eventualmente, nuestros errores. Desde el punto de vista humano, emerge el imperativo de que tales errores nunca más se repitan y que un hecho tan dramático obligue a cada uno de los responsables a un compromiso solemne para evitar en el futuro tragedias similares.

Pero desde el punto de vista de los afectos truncados, todo esto no es suficiente, no devuelve ningún rostro de los que han sido arrebatados. Sentimos que las palabras humanas no son suficientes; nos sentimos como mudos y sin aliento. Y es por esta razón que necesitamos palabras diferentes.

Palabras de vida, como las que hemos escuchado proclamadas en el Evangelio: ‘¿No está escrito en su Ley: Yo he dicho que son dioses?” (Juan 10,34). ¡Dioses, seres eternos!

Una palabra que parece totalmente distante de los sentimientos que experimentamos frente al dolor y a la muerte, que más bien hace crecer en nuestro corazón el grito de los judíos: “No te apedreamos por algo hermoso que hayas hecho, sino por insultar a Dios” (Juan 10,33), sino porque ‘blasfemas’ Sí, porque ante el dolor, cada palabra consolatoria corre el riesgo de convertirse en blasfemia, y nos hace preguntarnos dónde está el algo hermoso, la obra buena de Dios cuando se lleva a cabo una tragedia.

Pero la obra buena de Dios está justo aquí, en su condena a muerte que el Evangelio nos recuerda y nos anticipa, en el hecho de que Jesús vivió la muerte y el dolor para estar con nosotros también en este momento, para mostrarnos que incluso este momento, que aparentemente solo tiene el sabor y el color del mal, es el lugar del encuentro con Dios, para ellos, para las víctimas, pero también para nosotros, si intuimos el misterio.

La obra buena de Jesús es recordarnos lo que somos: fragilidad abierta a la eternidad, a la eternidad del amor de Dios, el único que, en el don de su Hijo en la Cruz, es capaz de dar sentido incluso al dolor más ciego, incluso al dolor inocente.

Para que esta intuición se cumpla, sin embargo, es necesaria la entrega de nuestro espíritu a Aquel que tiene en sí la potencia de la vida; es solo en esta entrega que podremos sentir algo de paz, de consuelo y recuperar esa comunión con nuestros seres queridos que ha sido brutalmente interrumpida.

Aquí vale la pena recordar un pasaje del Apocalipsis que nos entrega una consoladora profecía: “El ‘Dios-con-ellos’ enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena” (Apocalipsis 21,3-4). Estas palabras son ante todo verdaderas para aquellos que ya no vemos entre nosotros. La esperanza que ha marcado de tantas maneras su vida en los momentos de mayor autenticidad es esa pequeña semilla que ha generado en ellos el descubrimiento del amor de Dios por ellos, la experiencia de la prontitud al perdón de Aquel que nos es Padre, su acogida de una vida truncada ante los ojos de los hombres, pero regenerada por su poder.

Las primeras reacciones espontáneas de cada uno de nosotros ante la noticia de tal tragedia, son las del salmo que hemos rezado “Me cercaban olas mortales, torrentes destructores me aterraban, me envolvían las redes del abismo, me alcanzaban los lazos de la muerte” (Sal 17,5-6), y son siempre acompañada por un porqué ansioso, y a veces obsesivo: ¿por qué esto?, ¿por qué a él?, ¿por qué a mí? Lo hemos oído repetir este ‘por qué’ desde el lunes pasado mientras tratábamos de escuchar las voces de los familiares de los fallecidos, de ofrecer una oración y algún gesto de consuelo. Nos pareció entonces oír los lamentos sufridos de Job en su lucha con un Dios que le parecía injusto y perseguidor. Pero es del tumulto de estos pensamientos que precisamente aquel que es la imagen de cada dolor humano, es decir, Job, exclama: “Bien sé yo que mi Defensor vive y que él hablará el último, de pie sobre la tierra…” (Job 19,25), porque, como nos recordaba Jeremías en la primera lectura: “el Señor está conmigo, es mi fuerte defensor” (Jeremias 20,11). Quizás nosotros tenemos dificultades para decir estas palabras: nos parecen lejanas y vagas. Pero nuestros seres queridos fallecidos tienen un corazón más grande que el nuestro, precisamente porque ha pasado por la prueba y ha sido purificado en el fuego del sufrimiento y estas palabras las entienden.

Por eso orando podemos sentirlos también ahora misteriosamente presentes y con nosotros ante ese misterio de la muerte que nunca es la última palabra de la historia. Ese momento, para quien cree, se convierte en el signo de un paso que nos permite seguir esperando incluso en medio de la oscuridad de una noche que parece querer sumergirlo todo en el lamento sin fin. Por eso encontramos la fuerza para decir: Padre, en tus manos entregamos nuestro espíritu y el de ellos; Padre, acoge a estos nuestros hermanos y hermanas en tu paz. Padre, da a todos los hombres propósitos de paz.

Creo que son capaces de ello, lo he escrito, transmitiendo el mensaje del Papa Francisco, que he leído al inicio de esta meditación, a Mons. Ozoria y, disculpen si me repito: “En esta triste ocasión, sin embargo, me complace constatar cómo una vez más este pueblo dominicano sabe expresar lo mejor de sus cualidades: la sensibilidad humana, la preocupación por los demás y, no menos importante, su tenaz fe en el Señor, en cuya intercesión busca consuelo a través de la intercesión de nuestra Señora de la Altagracia, en cuyo abrazo confía siempre”.

Que nuestra Señora, Virgen de la Altagracia, presente a Dios Padre que está en los cielos, el tesoro de humanidad y de fe que florece en el corazón de las dominicanas y los dominicanos, para que los haga brotar en la Pascua ya próxima, en una renovada esperanza de volver a encontrarnos también, con las víctimas del pasado lunes en la alegría de la resurrección.

Bajar en PDF: Nota de Prensa y Homilía

X Piergiorgio Bertoldi
Nuncio Apostólico

Lecturas y Evangelio del Viernes de la V Semana de Cuaresma
Jeremías 20,10-13
Sal 17,2-3a.3bc-4.5-6.7
Juan 10,31-42

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