Rep. Dom. La Nunciatura Apostólica y la Conferencia del Episcopado Dominicano (CED) ofrecieron una Eucaristía en sufragio por el alma del Papa Francisco, este jueves 24 de abril en la Catedral Primada de América, con la participación de la vicepresidenta de la República, Raquel Peña, miembros del cuerpo diplomático, sacerdotes, religiosas y laicos.
Durante la homilía, monseñor Piergiorgio Bertoldi, nuncio apostólico en la República Dominicana, resaltó los frutos de los 12 años del ministerio del Papa Francisco, al señalar que “Durante todo su pontificado, no hizo más que remitir constantemente a la misericordia de Dios, poniendo en el centro el estilo de entregarse por amor, con signos que mostraran su cercanía absoluta al hombre ordinario”.
En la Eucaristía transmitida por diversos canales de televisión y emisoras de radio, el nuncio también destacó cómo el “Obispo de Roma se hizo voz de quienes no tienen voz, como un profeta que invocó con insistencia la paz, y que ahora vive en la vida que no conoce fin”.
Durante la Misa la Nunciatura Apostólica puso a disposición un libro de condolencias, que continuará disponible en las instalaciones de la Nunciatura, mañana viernes 25 de abril, de 9:00 a.m. a 1:00 p.m.
Funeral del Santo Padre
La Misa exequial del Papa Francisco, que será presidida por el cardenal Giovanni Battista, decano del Colegio Cardenalicio, se realizará el sábado 26 de abril a las 10:00 a.m. (hora de Roma), en la Plaza de San Pedro, Vaticano. Posteriormente, el féretro será trasladado a la Basílica de San Pedro y de allí a la Basílica de Santa María la Mayor para su inhumación.
De la República Dominicana, asistirán Mons. Héctor Rafael Rodríguez Rodríguez, M.S.C., arzobispo metropolitano de Santiago de los Caballeros y presidente de la CED, así como Mons. Francisco Ozoria Acosta, arzobispo metropolitano de Santo Domingo. Además, el presidente de la República, Luis Abinader, y la primera dama, Raquel Arbaje.
Homilía del Nupcio Apóstolico Misa por el alma del Papa Francisco:
“Detengámonos un momento. Como el caminante que, llegado con esfuerzo a una cima, se detiene, respira y contempla. Aquí podríamos quedarnos mucho tiempo; y tal es la amplitud y la riqueza de lo que se nos ofrece a la vista, que podríamos hacer nuestras las aspiraciones de los Apóstoles en el Tabor: «Qué bueno es que estemos aquí» (Mt 17,4); podríamos quedarnos en la reflexión del acontecimiento recién vivido, sin cansancio ni aburrimiento, sino más bien con gozo y una especie de ansia de comprender más y de gozar más”.
Las palabras que acabo de leer son de San Pablo VI, el Papa tan querido por su sucesor Francisco, por quien celebramos esta Eucaristía, pronunciadas el 28 de junio de 1964 con motivo de la Consagración de cinco nuevos Obispos, y así continuaba:
“El Episcopado —y nos podemos añadir, aún más, el episcopado del Obispo de Roma— no es un honor que esté por sí mismo; es el carácter de un ministerio particular, es decir, una dignidad que acompaña y sostiene un servicio en beneficio de otros; sabemos muy bien que no es una elevación en sí misma, sino por el bien de la Iglesia; el Episcopado —dirá San Agustín— «es un nombre de obra, no de honor»; y el Obispo no es quien «praeesse dilexerit, sed prodesse», es decir, no es quien prefiere el honor a la carga, quien desea presidir más que servir (De civ Dei, 19, 19; PL 41, 647).”
Si, “podríamos quedarnos en la reflexión del acontecimiento recién vivido, sin cansancio ni aburrimiento, sino más bien con gozo y una especie de ansia de comprender más y de gozar más” porque aún con una vena de tristeza sentimos que estamos celebrando en la Pascua de Jesús la de su siervo el Papa Francisco, de aquel jesuita que se hizo servidor de la Iglesia universal, y de todos nosotros.
Queridos amigos:
Respetables autoridades civiles y militares,
colegas diplomáticos,
hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos religiosos, religiosas y diáconos,
querida comunidad de fieles,
Esta noche nos congrega alrededor del altar de esta espléndida Catedral la urgencia de rendir homenaje al Papa Francisco; el deseo de no interrumpir la oración por él, que comenzó el 13 de marzo de 2013 cuando apareció por primera vez en la logia de la Basílica de San Pedro y, inaugurando su ministerio, nos dijo: «Por favor, oren por mí», humilde petición que ha repetido cada domingo.
Nos une la alegría de haber contado con él como guía de la Iglesia peregrina de esperanza, la tristeza que acompaña cada despedida, aunque vivida con plena conciencia de la resurrección.
Se superponen sentimientos contradictorios que ponemos en manos del Señor, a quien pedimos la gracia de recordarlos —conservarlos en el corazón— junto con el deseo de testimoniarlos.
Estamos aquí para orar, vivir y celebrar la Pascua que el Papa Francisco celebró el domingo y realizó el lunes.
Para comprender plenamente el sentido de este evento, hay que subir con esfuerzo a una cima y detenerse a contemplar con la mirada la amplitud y la riqueza del paisaje, hasta que nazca en nuestro interior la nostalgia que nos hace casi susurrar gracias al Señor.
Experimentamos, en efecto, una inmensa gratitud por haber tenido a Papa Francisco como pastor, por haberlo sentido pastor, por haber escuchado en él resonar el Espíritu, por haber devuelto esperanza y confianza, por haber recordado en cada paso que la misericordia de Dios es una tienda para todos, que las periferias son lugares donde Dios habla, y que los corazones son lugares donde Dios habita.
El Papa Francisco entró en la luz de la Pascua aún en servicio del ministerio, después de haberla celebrada, después de haber visto a los fieles en la plaza, entre los cuales quiso ir, como el pastor ‘que huele a oveja’, y después de dejar al mundo palabras de paz, fraternidad y comunión.
Palabras que en estos días de Pasión y Resurrección nos ha regalado y que volveremos a leer, con la conciencia, triste y verdadera, de que eran palabras de despedida y de legado: entonces una luz diferente las ilumina, un acento distinto las anima.
Así murió, Papa Francisco; y mientras atravesaba la puerta que abre a la vida eterna, en las iglesias de todo el mundo resonaban estas palabras del Evangelio: «No teman; vayan a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán» (Mt 28,10).
Las palabras del Resucitado resonaban en las naves de las iglesias, mientras Francisco concluía su camino terrenal, convirtiéndose en la síntesis de un ministerio. Porque aquí están su estilo, su palabra y su acción: salir del miedo, anunciar, salir afuera, hacia Galilea, tierra de las gentes, más allá de los límites y las fronteras.
Vuelvo a sus últimas palabras, su último regalo, anunciadas el domingo urbi et orbi, a la ciudad y al mundo: «Nosotros también estamos llamados a la vida que no conoce fin, en la que ya no se oirán ruidos de armas ni ecos de muerte».
El Obispo de Roma que se hizo voz de quienes no tienen voz, como un profeta que invocó con insistencia —y aparentemente sin éxito— la paz, ahora vive en la vida que no conoce fin, ahora se cumple su lema episcopal “Miserando atque eligendo”: el Padre que está en los cielos lo miró con misericordia y lo eligió para vivir en su eternidad.
El Resucitado lo hizo resucitar. Ahora Francisco vive en el Reino, como siempre quiso, con toda la plenitud que el Amor le regala.
El Espíritu Santo es el mejor conspirador posible: morir en Pascua, después de denunciar las masacres de las guerras, la locura del rearmamento, el mundo en “pedazos”, parece la mejor descripción del “conspirar” de Dios. Como diciendo: si quieres enderezar el mundo, mira a la Pascua de Cristo.
Visto así, Francisco muere sin ser el centro de la escena, dejándola en Cristo misericordioso. ¡En su estilo!
Durante todo su pontificado, no hizo más que remitir constantemente a la misericordia de Dios, poniendo en el centro el estilo de entregarse por amor, con signos que mostraran su cercanía absoluta al hombre ordinario y su humanidad plena e integral.
Su intención fundamental fue claramente declarada en EG 233: “No estamos obsesionados con ocupar todos los espacios de poder y de autoafirmación, sino que iniciamos procesos”, iniciamos caminos.
La Encíclica Dilexit nos, que creo puede considerarse su testamento espiritual, fue recibida con silencio mediático. Y esto es casi una síntesis de cómo el Papa Francisco ha sido exaltado y aplaudido cada vez que decía cosas interpretables según el espíritu del tiempo, silenciado, si no reprendido, cuando tocaba temas tabúes de la sociedad actual.
Pues bien, ese texto debería ayudarnos a valorar la emoción y el dolor del distanciamiento que hacen que el corazón de las personas esté momentáneamente abierto: no aprovechar esa apertura sería una imperdonable descuidada.
«El algoritmo en acto en el mundo digital», escribía el Papa Francisco en esa Encíclica, « muestra que nuestros pensamientos y lo que decide la voluntad son mucho más “estándar” de lo que creíamos. Son fácilmente predecibles y manipulables. No así el corazón». (No. 14)
Es a ese Corazón, no manipulable, al que necesitamos volver y, para hacerlo, debemos escuchar la voz del Espíritu porque, como nos recuerda aún el Papa, «el Corazón de Cristo, el centro de su Ser, es una fragua ardiente de amor divino y humano, y es la máxima plenitud que podemos alcanzar. Allí, en ese Corazón, finalmente nos reconocemos a nosotros mismos y aprendemos a amar».
Dejemos, por tanto, que resuene en nuestro interior el Evangelio de la misa vespertina de Pascua: «¿No nos ardía quizá el corazón en el pecho mientras conversábamos con Él en el camino?» se dicen, en efecto, los discípulos de Emaús después de haber recorrido un largo tramo con el Resucitado sin haberlo reconocido. ¿No hay, en el fondo, en todos nosotros, la nostalgia de ese Encuentro?
El Papa Francisco nos lo ha recordado durante doce años, y más aún, nos ha ayudado a vivir esa nostalgia como expresión del Espíritu que desde siempre actúa en nosotros.
Celebramos esta Eucaristía pidiendo recibir la fuerza, la esperanza, la fe para seguir los caminos abiertos, para asumir nuestras fragilidades que llevan la presencia del Resucitado en nuestras vidas y en la vida del mundo, en el estilo del Papa Francisco, comenzando por la fraternidad con los más necesitados.
Celebramos esta Eucaristía orando por el Papa Francisco, con la certeza de que ahora está resucitado, y por eso le decimos: “¡Por favor, no olvides orar por nosotros!”.
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