El Papa León XIV ha autorizado la declaración de venerable del misionero capuchino español Mons. Alejandro Labaca, quien fue expulsado de la China comunista y entregó su vida evangelizando en la selva amazónica de Ecuador.
Nacido en 1920 en el pueblo guipuzcoano de Beizama, a los 12 años ingresó en el seminario de la rama capuchina de la Orden de los Hermanos Menores, adquiriendo la condición de novicio cinco años después, en 1937.
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Primera misión en China, cuando se impuso el comunismo
Cuando cumplió 18 años, fue llamado a filas con motivo de la Guerra Civil Española en la que participó sin disparar un arma, dada su condición religiosa. En 1942 realizó su profesión solemne y tres años más tarde, fue ordenado sacerdote.
Un año después, pidió ser enviado a China, donde permaneció seis años. En una reseña biográfica realizada por el P. José Antonio Recalde, también capuchino y vicepostulador de la causa, se recoge parte de la carta en la que describía su anhelo misionero:
“Aquí estoy, envíame. Mi alegría sería inmensa si el Espíritu Santo se dignase escogerme para extender la Iglesia y salvar almas en misiones. Y sobre todo en países de más dificultad y donde haya más que sufrir. Me pongo incondicionalmente en sus manos para ir a donde quiera que disponga enviarme… Le comunico que lo que más me ha atraído y la que más me atrae en la actualidad es nuestra misión de China”
Con la instauración del comunismo en China en 1949, la situación se volvió cada vez más peligrosa debido a la persecución religiosa que se institucionalizó de forma sistemática en 1951. Dos años más tarde fue expatriado y regresó a España por poco tiempo.
Prefecto apostólico de Aguarico
En 1950, la provincia navarra de los franciscanos capuchinos había asumido la reconstrucción de su presencia en Ecuador, que se remonta a finales del siglo XIX. Así se abrió un nuevo camino para Labaca, que llegó al país en 1954.
Once años después, 1965, es nombrado prefecto apostólico de Aguarico, territorio de misión creado por Pío XII en 1953, con una extensión de casi 30.000 kilómetros cuadrados regada por el río Napo y sus afluentes y con apenas 3.000 habitantes.
Cuando fue nombrado prefecto apostólico contaba con “10 religiosos capuchinos, 15 misioneras de la Madre Laura; 2 misioneros seglares, 21 maestros, 17 escuelas, 6 talleres, 9 internados, 1 escuela agrícola, 4 almacenes sociales, 2 pequeños aeropuertos, 5 granjas en formación, 3 estaciones de radio”, según detalla el vicepostulador. Todo ello, sin acceso terrestre desde la capital Quito.
Su llegada a la prefectura coincidió con la celebración del Concilio Vaticano II, al que contribuyó con una nota escrita sobre el decreto conciliar Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia. Su lema episcopal lo tomó del número 11 de este documento: Semina Verbi (Semillas del Verbo).
Pregunta a Pablo VI, ante la fiereza de algunos nativos
Según detalla el P. Recalde, el misionero transmitió al Papa Pablo VI sus dudas sobre cómo llevar la misión a los pueblos aucas, entre los que se encontraban los huaorani: “Está comenzada la campaña de acercamiento hacia ellos; pero —y esta es mi duda— ¿hasta qué punto puedo exponer la vida de mis misioneros, seglares y la mía propia, propter Evangelium?”.
Durante los años del postconcilio, se decidió a realizar la misión con los medios más pobres posibles, desprendiéndose de una avioneta y otros bienes como una granja. “Fueron meses de oscuridad, porque algunos misioneros optaron por salir de la Misión”, describe el vicepostulador, lo que le lleva a Labaca a replantearse su vida apostólica.
Así, escribió en 1969 al superior general de la Orden pidiendo que se le relevara como prefecto, “permitiéndome rehacer mi vida como simple fraile capuchino”, lo que se materializó en febrero de 1970.
Así, comenzó un periodo de 15 años de estrecho contacto con los aucas que quedó plasmada en su Crónica huaorani. En ella se cuenta cómo se hizo uno más de la tribu, viviendo como ellos, desnudo, hasta el punto de ser adoptado por una familia.
“Si no vamos nosotros, los matan a ellos”
En 1984, San Juan Pablo II lo nombró Obispo titular de Pomaria y vicario apostólico de Aguarico. Tres años más tarde, junto a la misionera colombiana Inés Arango, misionera de las Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia, también declarada venerable por León XIV, decidió ir al encuentro de los tagaeri, una tribu amenazada por la explotación de las petroleras en la zona, a la que se oponía el prelado. La religiosa llevaba diez años en Aguarico, dedicada al apostolado con los huaorani.
Llegaron en helicóptero hasta uno de sus asentamientos. Según se detalla en el sitio web propiedad del Vicariato Apostólico de Aguarico titulado Alejandro e Inés, el obispo “se siente pastor de esa minoría étnica amenazada. Él mismo dirá: ‘Si no vamos nosotros, los matan a ellos’”.
Fueron ambos los que resultaron muertos por las lanzas de los tagaeri. “El misionero aragonés Javier Aznárez, sacerdote diocesano y médico, fue uno de los que, efectuado el reconocimiento forense, estuvieron actuando sobre los cadáveres hasta las 9 de la noche, limpiándolos, extrayendo gusanos que se habían introducido en las heridas, cosiendo… Relata a sus compañeros de misión que él contó en el cuerpo de monseñor unos 160 orificios y en el de la Hna. Inés unos 67”, recoge el sitio web.
Su testimonio de entrega de la vida fue escogido por San Juan Pablo II en el acto de acción de gracias y reconocimiento a los misioneros celebrado el 7 de mayo del año 2000 junto al Coliseo Romano, como ejemplo de los “cristianos que han dado su vida por amor de Cristo y de los hermanos en América”.
En 2008, con motivo de la celebración del 50 aniversario de la Comunidad de San Egidio, Benedicto XVI presidió la Misa de inauguración de un templo dedicado a los mártires del siglo XX, donde quedaron dos reliquias: una cruz pectoral que usó el obispo y una sandalia de la misionera.