Homilía del Papa León XIV en la Misa de ordenación de 11 sacerdotes para la Diócesis de Roma


En la mañana del 31 de mayo, fiesta de la Visitación de la Bienaventurada Virgen María, el Papa León XIV presidió en la Basílica de San Pedro una solemne Misa durante la cual confirió la ordenación presbiteral a 11 diáconos para la Diócesis de Roma.

Siete de ellos proceden del Pontificio Seminario Romano Mayor y cuatro del Colegio Diocesano Redemptoris Mater. Durante la homilía, el Santo Padre subrayó la importancia de la unión con el pueblo de Dios y la transparencia de vida como fundamentos del sacerdocio.

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El texto que sigue es una traducción de ACI Prensa del original en italiano publicado por el Vaticano:

Homilía del Santo Padre

¡Queridos hermanos y hermanas!

Hoy es un día de gran alegría para la Iglesia y para cada uno de ustedes, ordenandos al presbiterado, junto a sus familias, amigos y compañeros de camino durante los años de formación. Como subraya el Rito de la Ordenación en varios momentos, es fundamental la relación entre lo que hoy celebramos y el pueblo de Dios. La profundidad, amplitud e incluso la duración de la alegría divina que ahora compartimos es directamente proporcional a los vínculos que existen y crecerán entre ustedes, ordenandos, y el pueblo del que provienen, del que siguen formando parte y al que son enviados. Me detendré en este aspecto, teniendo siempre presente que la identidad del sacerdote depende de la unión con Cristo, sumo y eterno sacerdote.

Somos pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II ha vivificado esta conciencia, casi anticipando un tiempo en el que las pertenencias se volverían más frágiles y el sentido de Dios más difuso. Ustedes son testimonio de que Dios no se ha cansado de reunir a sus hijos, aunque sean diversos, y de constituirlos en una unidad dinámica. No se trata de una acción impetuosa, sino de esa brisa suave que devolvió la esperanza al profeta Elías en la hora del desaliento (cf. 1 Re 19,12). No es ruidosa la alegría de Dios, pero realmente cambia la historia y nos acerca los unos a los otros. Icono de esto es el misterio de la Visitación, que la Iglesia contempla en este último día de mayo. Del encuentro entre la Virgen María y su prima Isabel brota el Magnificat, el canto de un pueblo visitado por la gracia.

Las Lecturas que acabamos de escuchar nos ayudan a interpretar lo que también entre nosotros está ocurriendo.

Jesús, en primer lugar, en el Evangelio no aparece abrumado por la muerte inminente ni decepcionado por los lazos rotos o incompletos. El Espíritu Santo, por el contrario, intensifica esos vínculos amenazados. En la oración, se vuelven más fuertes que la muerte. En lugar de pensar en su propio destino, Jesús pone en manos del Padre los vínculos que ha construido aquí abajo. ¡Nosotros formamos parte de ellos! El Evangelio, en efecto, ha llegado hasta nosotros a través de vínculos que el mundo puede desgastar, pero no destruir.

Queridos ordenandos, ¡concíbanse a ustedes mismos al modo de Jesús! Ser de Dios –siervos de Dios, pueblo de Dios– nos liga a la tierra: no a un mundo ideal, sino al real. Como Jesús, las personas que el Padre pone en su camino son de carne y hueso. A ellas conságrense, sin separarse, sin aislarse, sin convertir el don recibido en una especie de privilegio. El Papa Francisco nos ha advertido muchas veces contra esto, porque la autorreferencialidad apaga el fuego de la misión.

La Iglesia es constitutivamente extrovertida, como lo son la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús. Ustedes harán suyas sus palabras en cada Eucaristía: es «por ustedes y por todos». A Dios nadie lo ha visto jamás. Él se dirigió a nosotros, salió de sí mismo. El Hijo se convirtió en su exégesis, en su relato vivo. Y nos dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. ¡No busquen, no busquemos otro poder!

El gesto de la imposición de manos, con el que Jesús acogía a los niños y curaba a los enfermos, renueve en ustedes la fuerza liberadora de su ministerio mesiánico. En los Hechos de los Apóstoles, ese gesto que pronto repetiremos es transmisión del Espíritu Creador. Así, el Reino de Dios pone ahora en comunión sus libertades personales, dispuestas a salir de sí mismas, injertando sus inteligencias y sus jóvenes fuerzas en la misión jubilar que Jesús ha transmitido a su Iglesia.

En su saludo a los ancianos de la comunidad de Éfeso, del que hemos escuchado algunos fragmentos en la primera lectura, Pablo les transmite el secreto de toda misión: «El Espíritu Santo los ha constituido como custodios» (Hch 20,28). No como dueños, sino como custodios. La misión es de Jesús. Él ha resucitado, por tanto está vivo y nos precede. Ninguno de nosotros está llamado a sustituirlo. El día de la Ascensión nos educa en su presencia invisible. Él confía en nosotros, nos hace espacio; incluso ha llegado a decir: «Les conviene que yo me vaya» (Jn 16,7). También nosotros, los Obispos, queridos ordenandos, al involucrarlos en la misión, hoy les hacemos espacio. Y ustedes hagan espacio a los fieles y a cada criatura, en la que el Resucitado está cerca y en la que le gusta visitarnos y sorprendernos. El pueblo de Dios es más numeroso de lo que vemos. No delimitemos sus fronteras.

De San Pablo, de ese conmovedor discurso de despedida, quisiera subrayar una segunda palabra. En realidad, precede a todas las demás. Él puede decir: «Ustedes saben cómo me he comportado con ustedes durante todo este tiempo» (Hch 20,18). ¡Guardemos esta expresión bien grabada en el corazón y en la mente! «Ustedes saben cómo me he comportado»: la transparencia de vida. ¡Vidas conocidas, vidas legibles, vidas creíbles! Permanecemos dentro del pueblo de Dios para poder estar delante de él con un testimonio creíble.

Juntos, entonces, reconstruiremos la credibilidad de una Iglesia herida, enviada a una humanidad herida, dentro de una creación herida. No importa ser perfectos, pero es necesario ser creíbles.

Jesús Resucitado nos muestra sus heridas y, aunque son signo del rechazo por parte de la humanidad, nos perdona y nos envía. ¡No lo olvidemos! Él sopla también hoy sobre nosotros (cf. Jn 20,22) y nos hace ministros de esperanza. «De modo que ya no miramos a nadie según criterios humanos» (2 Cor 5,16): todo lo que ante nuestros ojos aparece roto y perdido se nos presenta ahora bajo el signo de la reconciliación.

«El amor de Cristo, en efecto, nos apremia», ¡queridos hermanos y hermanas! Es una posesión que libera y que nos capacita para no poseer a nadie. Liberar, no poseer. Somos de Dios: no hay riqueza mayor que esta para valorar y compartir. Es la única riqueza que, al compartirse, se multiplica. Queremos llevarla juntos al mundo que Dios ha amado tanto que entregó a su Hijo único (cf. Jn 3,16).

Así, tiene pleno sentido la vida entregada por estos hermanos que dentro de poco serán ordenados presbíteros. Les damos gracias a ellos y damos gracias a Dios que los ha llamado al servicio de un pueblo enteramente sacerdotal. Juntos, en efecto, unimos cielo y tierra. En María, Madre de la Iglesia, brilla este sacerdocio común que enaltece a los humildes, une a las generaciones y nos hace llamar bienaventurados (cf. Lc 1,48.52). Ella, Virgen de la Confianza y Madre de la Esperanza, interceda por nosotros.

 





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