Hoy, Séptimo Domingo de Pascua, la Iglesia universal celebra la Solemnidad de la Ascensión del Señor Jesús al Reino de los Cielos.
Jesús corona su victoria elevándose por entre las nubes cuarenta días después de haber resucitado. Deja, pues, este mundo para volver al Padre.
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Este acontecimiento –hay que recordarlo siempre– no quiere decir que el Señor deja abandonados a aquellos que lo han seguido. Todo lo contrario. Jesús vuelve al Padre, sí, pero ha de enviar muy pronto al Espíritu Santo, el Paráclito, para que interceda por los hombres y fortalezca a aquellos llamados a proclamar el Evangelio.
En torno a la Primera Lectura: “Galileos, ¿qué hacéis mirando al cielo?” (Hch 1, 1-11)
La Ascensión del Señor cierra el ciclo redentor que empezó con la Encarnación del Verbo. Jesús asciende al cielo habiendo redimido la naturaleza humana del pecado y la muerte, con lo que ésta queda elevada, en Él, a una nueva condición.
El relato de los Hechos de los apóstoles (Hch 1, 1-11) encierra la promesa de la llegada del Espíritu Santo: “Dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo”, consigna San Lucas repitiendo las palabras de Jesús, haciendo memoria del momento de la despedida. Por su parte, los apóstoles aparecen desorientados, inmersos en una mirada chata, una vez más: “Señor, ¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?”. Jesús responde amablemente, centrándolos en lo verdaderamente importante: a ellos no les compete saber “ni el tiempo ni la hora” que el Padre ha dispuesto para eso. Más bien, les recuerda que el Espíritu Santo “los llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén… y hasta los últimos rincones de la tierra”. Dicho esto subió al cielo, mientras los discípulos, estupefactos, lo siguen con la mirada, contemplando cómo la figura del Maestro desaparece entre las nubes. ¡Cómo cerrar los ojos ante la gloria patente! ¡Cómo dejar de mirar hacia donde ya no hay más promesas, porque todo está cumplido!.
De pronto, dos “hombres de blanco” -unos ángeles- irrumpen en medio del éxtasis y hacen que los testigos del portento vuelvan los ojos hacia “abajo”, a la tierra, hacia la realidad que habrán de enfrentar a partir de ese instante: “Serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los últimos rincones de la tierra” (Hch 1, 8).
VII Domingo de Pascua
La lectura del Evangelio está tomada del relato de San Lucas (Lc 24, 46-53). En esta Jesús recuerda que el Mesías habría de padecer para después resucitar glorioso. Y, tras haber conseguido la victoria, habría de volver al Padre. Esta vuelta es en realidad la bendición más grande: Jesús enviará su Espíritu para que acompañe a los hombres hasta el fin de los tiempos. Así, el Espíritu Santo ha de descender y fortalecer a quienes son enviados a proclamar la Buena Noticia al mundo entero.
Hay, en toda esta celebración de la Ascensión del Señor, algo que no deja de sorprender además del portento: la reacción tan humana de los apóstoles que parecen atónitos, paralizados, sobrepasados por lo que ven sus ojos. Se quedan contemplando la imagen del Maestro que se eleva y desaparece entre las nubes. Hace más de dos décadas, el Papa San Juan Pablo II reflexionaba en torno a esta reacción: “La contemplación cristiana no nos aleja del compromiso histórico. El ‘cielo’ al que Jesús ascendió no es lejanía, sino ocultamiento y custodia de una presencia que no nos abandona jamás, hasta que él vuelva en la gloria… Mientras tanto -prosigue el santo- es la hora exigente del testimonio, para que en el nombre de Cristo ‘se predique la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos’” (Homilía por el día de la Ascensión del Señor, 24 de mayo de 2001).
Evangelio de hoy (Lucas 24, 46-53)
En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto”.
Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios.
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Para ver las lecturas completas del domingo, haz clic aquí.
Si deseas saber más sobre la Ascensión del Señor, te recomendamos el siguiente enlace de la Enciclopedia Católica: https://ec.aciprensa.com/wiki/Ascensi%C3%B3n. Además, si quieres conocer algo sobre la historia de esta festividad a lo largo de los siglos, puedes leer: https://ec.aciprensa.com/wiki/Fiesta_de_la_Ascensi%C3%B3n.