El Papa León XIV celebró una Misa este viernes en la Basílica de San Pedro con motivo de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, enmarcada en el Jubileo de los Sacerdotes. El Pontífice ordenó durante la celebración 32 nuevos presbíteros.
Lea aquí el texto completo de la homilía del Santo Padre.
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Hoy, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada para la santificación sacerdotal, celebramos con alegría esta Eucaristía en el Jubileo de los Sacerdotes. Me dirijo, por tanto, en primer lugar, a ustedes, queridos hermanos presbíteros, que han venido a la tumba del apóstol Pedro para entrar por la Puerta Santa, para volver a sumergir sus vestiduras bautismales y sacerdotales en el Corazón del Salvador.
Para algunos de los aquí presentes, este gesto se realiza en un día muy especial de su vida: el de la ordenación. Hablar del Corazón de Cristo en este contexto es hablar de todo el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Señor, confiado de manera especial a nosotros para que lo hagamos presente en el mundo. Por eso, a la luz de las lecturas que hemos escuchado, reflexionemos juntos sobre cómo podemos contribuir a esta obra de salvación.
En la primera, el profeta Ezequiel nos habla de Dios como un pastor que guarda su rebaño, contando sus ovejas una por una: va en busca de las perdidas, cura a las heridas, sostiene a las débiles y enfermas (cf. Ez 34,11-16).
Nos recuerda así, en un tiempo de grandes y terribles conflictos, que el amor del Señor, del cual estamos llamados a dejarnos abrazar y moldear, es universal, y que a sus ojos —y por tanto también a los nuestros— no hay lugar para divisiones ni odios de ningún tipo.
En la segunda lectura (cf. Rm 5,5-11), san Pablo, recordándonos que Dios nos reconcilió «cuando todavía éramos débiles» (v. 6) y «pecadores» (v. 8), nos invita a abandonarnos a la acción transformadora de su Espíritu que habita en nosotros, en un camino diario de conversión. Nuestra esperanza se basa en la conciencia de que el Señor nunca nos abandona; nos acompaña siempre.
Sin embargo, estamos llamados a cooperar con Él, ante todo, poniendo en el centro de nuestra existencia la Eucaristía, «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm.
Lumen gentium, 11); luego «por la fructuosa recepción de los sacramentos, sobre todo en la frecuente acción sacramental de la Penitencia» (ÍD., Decr. Presbiterorum ordinis, 18); y, por último, con la oración, la meditación de la Palabra y el ejercicio de la caridad, conformando cada vez más nuestro corazón al del «Padre de las misericordias» (ibíd.).
Y esto nos lleva al Evangelio que hemos escuchado (cf. Lc 15,3-7), en el que se habla de la alegría de Dios —y de todo pastor que ama según su Corazón— por el regreso al redil de una sola de sus ovejas.
Es una invitación a vivir la caridad pastoral con el mismo espíritu generoso del Padre, BOLLETTINO N. 0448 – 27.06.2025 9 cultivando en nosotros su deseo: que nadie se pierda (cf. Jn 6,39), sino que todos, también a través de nosotros, conozcan a Cristo y tengan en Él la vida eterna (cf. Jn 6,40).
Es una invitación a unirnos íntimamente a Jesús (cf. Presbiterorum ordinis, 14), semilla de concordia entre los hermanos, cargando sobre nuestros hombros a los que se han perdido, perdonando a los que han errado, yendo en busca de los que se han alejado o han quedado excluidos, cuidando a los que sufren en el cuerpo y en el espíritu, en un gran intercambio de amor que, naciendo del costado traspasado del Crucificado, circunda a todos los hombres e impregna al mundo.
El Papa Francisco escribía al respecto: «De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece una y otra vez para quien quiera amar.
Sólo su amor hará posible una humanidad nueva» (Carta enc. Dilexit nos, 219). El ministerio sacerdotal es un ministerio de santificación y reconciliación para la unidad del Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 7).
Por eso, el Concilio Vaticano II pide a los presbíteros que hagan todo lo posible por «conducirlos a todos a la unidad de la caridad» (Presbiterorum ordinis, 9), armonizando las diferencias para que «nadie se sienta extraño» (ibíd.). Y les recomienda que estén unidos al obispo y al presbiterio (cf. ibíd., 7-8).
En efecto, cuanto mayor sea la unidad entre nosotros, tanto más sabremos llevar también a los demás al redil del Buen Pastor, para vivir como hermanos en la única casa del Padre.
San Agustín, a este propósito, en un sermón pronunciado con ocasión del aniversario de su ordenación, hablaba de un fruto gozoso de comunión que une a los fieles, a los presbíteros y a los obispos, y que tiene su raíz en el sentirse todos rescatados y salvados por la misma gracia y por la misma misericordia.
Pronunciaba, precisamente en ese contexto, la famosa frase: «Con ustedes soy cristiano y para ustedes, obispo» (Sermón 340,1). En la misa solemne del inicio de mi pontificado, he expresado ante el Pueblo de Dios un gran deseo: «una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado» (18 mayo 2025).
Hoy vuelvo a compartirlo con todos ustedes: reconciliados, unidos y transformados por el amor que brota abundantemente del Corazón de Cristo, caminemos juntos tras sus huellas, humildes y decididos, firmes en la fe y abiertos a todos en la caridad, llevemos al mundo la paz del Resucitado, con esa libertad que nace de sabernos amados, elegidos y enviados por el Padre.
Y ahora, antes de concluir, me dirijo a ustedes, queridos ordenandos, que dentro de poco, por la imposición de las manos del Obispo y con una renovada efusión del Espíritu Santo, se convertirán en sacerdotes. Les digo algunas cosas simples, pero que considero importantes para su futuro y para el de las almas que les serán confiadas. Amen a Dios y a los hermanos, sean generosos, fervorosos en la celebración de los sacramentos, en la oración —especialmente en la adoración— y en el ministerio; sean cercanos a su grey, donen su tiempo y sus energías a todos, sin escatimarse, sin hacer diferencias, como nos enseñan el costado abierto del Crucificado y el ejemplo de los santos.
Y a este propósito, recuerden que la Iglesia, en su historia milenaria, ha tenido —y tiene todavía hoy— figuras maravillosas de santidad sacerdotal. A partir de la comunidad de los orígenes, la Iglesia ha generado y conocido, entre sus sacerdotes, mártires, apóstoles incansables, misioneros y campeones de la caridad.
Atesoren tanta riqueza: interésense por sus historias, estudien sus vidas y sus obras, imiten sus virtudes, déjense encender por su celo e invoquen con frecuencia y con insistencia su intercesión. Nuestro mundo propone muchas veces modelos de éxito y prestigio discutibles e inconsistentes. No se dejen embaucar por ellos.
Miren más bien el sólido ejemplo y los frutos del apostolado, muchas veces escondido y humilde, de quien en la vida ha servido al Señor y a los hermanos con fe y dedicación, y mantengan su memoria con su fidelidad. Encomendémonos finalmente todos a la maternal protección de la Bienaventurada Virgen María, Madre de los sacerdotes y Madre de la esperanza, que sea ella quien acompañe y sostenga nuestros pasos, para que podamos configurar cada vez más nuestro corazón con el de Cristo, sumo y eterno Pastor.