Cada 3 de noviembre, la Iglesia celebra la memoria de San Martín de Porres, el humilde fraile dominico limeño que con su vida enseñó que la santidad se construye en lo cotidiano, con amor, servicio y sencillez.
Martín nació en Lima en 1579 y fue bautizado en la iglesia de San Sebastián, el mismo templo donde, años más tarde, recibiría el bautismo Santa Rosa de Lima. Desde su nacimiento, los caminos del Señor se manifestaron misteriosamente en su vida. Fue confirmado en la fe por Santo Toribio de Mogrovejo, primer arzobispo de Lima, quien hizo descender el Espíritu Santo sobre aquel joven de corazón moreno, dócil y humilde, semejante al de la Virgen María.
A los doce años, Martín entró de aprendiz de peluquero y asistente de dentista. Pronto, la fama de su virtud y su bondad comenzó a extenderse por toda la ciudad de Lima. Su encuentro con el fraile Juan de Lorenzana, un dominico célebre por su ciencia y virtud, cambió el rumbo de su vida: lo invitó a ingresar al Convento de Nuestra Señora del Rosario, de la Orden de Predicadores.
Sin embargo, las leyes de la época le impedían ser religioso por su color y condición social. Por ello, Martín ingresó como donado, un servidor del convento sin votos religiosos. Pero esto no fue obstáculo para su entrega total a Dios. Su vida estuvo marcada por la humildad, la obediencia, el servicio y un amor sin medida.
Martín tenía un deseo: “pasar desapercibido y ser el último”. Sin embargo, Dios tenía otros planes. Fue encargado de la limpieza del convento, y así la escoba se convirtió, junto con la cruz, en símbolo de su vida y santidad.
Sirvió a todos con alegría, incluso a quienes lo despreciaban. Un día, mientras cortaba el cabello a un estudiante, recibió insultos por su raza —“¡Perro mulato! ¡Hipócrita!”—, y su respuesta fue una sonrisa llena de mansedumbre.
Después de años de entrega silenciosa, su padre volvió a verlo y, tras hablar con el provincial dominico, se decidió que Martín podía ser admitido como hermano cooperador. El 2 de junio de 1603, profesó sus votos religiosos, consagrándose plenamente a Dios.
Un testigo de su tiempo, el P. Fernando Aragonés, escribió:
“Se ejercitaba en la caridad día y noche, curando enfermos, dando limosna a españoles, indios y negros; a todos quería, amaba y curaba con singular amor”.
En la portería del convento, una multitud de pobres, enfermos y necesitados acudía a él buscando ayuda. Repetía con frecuencia:
“No hay gusto mayor que dar a los pobres”.
Su hermana Juana, que gozaba de buena posición, colaboraba con él: en su finca acogía a enfermos y desamparados, y en su patio incluso los animales encontraban refugio.
La virtud de Fray Martín pronto dejó de ser un secreto. Su fama de santidad se extendió por toda Lima. Como enfermero, atendía tanto a los religiosos dominicos como a los más pobres de la ciudad. Su humildad fue probada por la incomprensión y las envidias, incluso dentro de su comunidad. Aun así, soportó todo con serenidad, asemejándose cada vez más a Cristo, su Redentor.
En una ocasión, el superior del convento le prohibió realizar milagros o actos extraordinarios sin permiso. Un día, al ver caer a un albañil desde un andamio, corrió primero a pedir autorización antes de socorrerlo. Su obediencia dejó a todos admirados.
Cuando sintió cercano su tránsito al cielo, pidió a los frailes que lo acompañaban que entonaran el Credo. Mientras lo cantaban, entregó su alma a Dios el 3 de noviembre de 1639.
Su muerte conmovió profundamente a toda la ciudad. Había sido el hermano y enfermero de todos, especialmente de los pobres. Multitudes acudieron a despedirlo, deseosas de conservar alguna reliquia del “santo moreno”.
Su culto se extendió rápidamente. El papa Gregorio XVI lo declaró Beato en 1837, y Juan XXIII lo canonizó en 1962. En su homilía de canonización, el Papa destacó las virtudes que lo distinguieron:
“Su profunda humildad, su celo apostólico y sus desvelos constantes por atender a enfermos y necesitados, lo hicieron merecedor del hermoso título de Martín de la caridad”.
Hoy, recordamos al humilde fraile dominico que con una escoba y un corazón lleno de amor transformó el mundo. San Martín de Porres, ejemplo de humildad y caridad universal, sigue enseñándonos que la santidad se alcanza sirviendo con alegría, sin distinción de raza, condición o nación.