Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María: Un “sí” puro que cambió el mundo

by José Medrano
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Cada 8 de diciembre la Iglesia celebra con gozo la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, un dogma que proclama que, por singular gracia de Dios y en atención a los méritos de Jesucristo, ella fue preservada de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción. Esta verdad de fe, profundamente arraigada en la tradición cristiana, fue solemnemente definida por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854 en la bula Ineffabilis Deus, donde afirmó que esta doctrina “está revelada por Dios y debe ser firmemente creída por todos los fieles”.

La convicción de que María es la “llena de gracia”, “kecharitomene” en el original griego, hunde sus raíces en el Evangelio según San Lucas. Allí, en el relato de la Anunciación (Lc 1, 26-38), el ángel Gabriel la saluda con este título que expresa una plenitud singular de gracia y comunión con Dios. Desde los primeros siglos, los Padres y Doctores de la Iglesia reconocieron en María la Mujer anunciada en el Protoevangelio (Gn 3,15), aquella que permanece en permanente enemistad con la serpiente por ser totalmente de Dios.

A lo largo de la historia, esta convicción inspiró innumerables formas de devoción, especialmente entre santos como san Agustín y san Francisco de Asís. El impulso universal llegó de la mano de los Papas: Sixto IV introdujo la fiesta de la Concepción Inmaculada en 1476 y Clemente XI la extendió a toda la Iglesia en 1708. Más tarde, la reflexión teológica del franciscano Juan Duns Scotto iluminó el camino hacia la definición dogmática, defendiendo con claridad que la preservación de María era obra del amor providente de Dios. A él se atribuye aquella plegaria pronunciada frente a una imagen de la Virgen: “Dignare me laudare te, Virgo Sacrata” (Oh Virgen santísima, concédeme palabras dignas para alabarte).

La liturgia del día pone en diálogo este misterio con la carta a los Efesios: Dios nos eligió “para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia por el amor” (Ef 1,3-6). María se convierte así en el modelo perfecto del sueño de Dios para la humanidad. Ese sueño que comenzó en la creación y que pareció romperse por el pecado de Adán y Eva, encuentra en la Virgen su plena recuperación: en su “sí” confiado, Dios puede llevar adelante su proyecto de salvación y dar al mundo a su Hijo.

María es la obra maestra del amor divino: toda bella, toda pura, toda de Dios. Pero la solemnidad de la Inmaculada no invita solo a contemplar su grandeza, sino también a imitarla. Todos estamos llamados a ser santos e inmaculados, y la belleza de Dios continúa resplandeciendo en el mundo cada vez que, siguiendo el ejemplo de María, hombres y mujeres responden con un “sí” generoso a la voluntad de Dios.

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