Los símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la resurrección de Cristo, el de su ascensión. Los textos evangélicos refieren que Jesús resucitado, después de haberse entretenido con sus discípulos durante cuarenta días con varias apariciones y en lugares diversos, se sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al cielo, completando así el ‘retorno al Padre’ iniciado ya con la resurrección de entre los muertos.
La Ascensión se integra en el misterio de la Encarnación. Por tanto, estrechamente unida a la ‘economía de la salvación’, que se expresa en el misterio de la encarnación y, sobre todo, en la muerte redentora de Cristo en la cruz.
Leemos al comienzo de los Hechos un texto de Lucas que presenta las apariciones y la ascensión de manera más detallada: ‘A estos mismos (es decir, a los Apóstoles), después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al reino de Dios’ (Hech 1, 3). Por tanto, el texto nos ofrece una indicación sobre la fecha de la ascensión: cuarenta días después de la Resurrección. Un poco más tarde veremos que también nos da información sobre el lugar.
Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús ‘fue llevado al cielo’ (Hech 1, 2) en el monte de los Olivos (Hech 1, 12): efectivamente, desde allí los Apóstoles volvieron a Jerusalén después de la ascensión. Pero antes que esto sucediese, Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo, ‘les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre’ (Hech 1, 4).
Esta promesa del Padre consistía en la venida del Espíritu Santo: ‘Seréis bautizados en el Espíritu Santo’ (Hech 1, 5); ‘Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos’ (Hech 1, 8). Y fue entonces cuando ‘dicho esto, fue levantado en presencia ellos, y una nube le ocultó a sus ojos’ (Hech 1 9).
El monte de los Olivos, que ya había sido el lugar de la agonía de Jesús en Getsemaní, es, por tanto, el último punto de contacto entre el Resucitado y el pequeño grupo de sus discípulos en el momento de la ascensión.
La Ascensión es por tanto, el acontecimiento conclusivo de la vida y de la misión terrena de Cristo: Pentecostés será el primer día de la vida y de la historia ‘de su Cuerpo, que es la Iglesia’ (Col 11). Este es el sentido fundamental del hecho de la ascensión más allá de las circunstancias particulares en las que ha acontecido y el cuadro de los simbolismos bíblicos en los que puede ser considerado.
El primer significado de la ascensión es precisamente éste: revelar que el Resucitado ha entrado en la intimidad celestial de Dios. Lo prueba ‘la nube’ signo bíblico de ‘presencia divina. Cristo desaparece de los ojos de sus discípulos, entrando en la esfera trascendente de Dios invisible.
También esta última consideración confirma el significado del misterio que es la ascensión de Jesucristo al cielo. El Hijo que ‘salió del Padre y vino al mundo, ahora deja el mundo y va al Padre’ (Cfr. Jn 16, 28). En ese ‘retorno’ al Padre halla su concreción la elevación ‘a la derecha del Padre’, verdad mesiánica ya anunciada en el Antiguo Testamento.
Cuando el Evangelista Marcos nos dice que ‘el Señor Jesús fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios’ (Mc 16, 19), sus palabras reevoca el ‘oráculo del Señor’ enunciado en Salmo: ‘Oráculo de Yahvéh a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies’ (109-110, 1).’Sentarse a la derecha de Dios’ significa coparticipar en su poder real y en su dignidad divina.
En el Símbolo de los Apóstoles, la ascensión al cielo se asocia la elevación del Mesías al reino del Padre: ‘Subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre’. Esto significa la inauguración del reino del Mesías, en el que encuentra cumplimiento la visión profética del Libro de Daniel sobre el hijo del hombre: ‘A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino nunca será destruido jamás’ (Dn 7, 13-14).
En la economía salvífica de Dios hay, por tanto, una estrecha relación entre la elevación de Cristo y la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Desde ese momento los Apóstoles se convierten en testigos del reino que no tendrá fin. En esta perspectiva adquieren también pleno significado las palabras que oyeron después de la ascensión de Cristo: ‘Este Jesús que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo’ (Hech 1,11)
Una de las afirmaciones más repetidas en las Cartas paulinas es que Cristo es el Señor. Es conocido el pasaje de la Primera Carta a los Corintios donde Pablo proclama: ‘Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosa y por el cual somos nosotros’ (1 Cor 8,6; cfr. 16, 22; Rom 10, 9; Col 2, 6).
Y el de la Carta a los Filipenses, donde Pablo presenta como Señor a Cristo, que humillado hasta la muerte, ha sido también exaltado ‘para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre’ (Flp 2, 10)11). Pero Pablo subraya que ‘nadie puede decir: “Jesús es Señor” sino bajo la acción del Espíritu Santo’ (1 Cor 12, 3).
Jesucristo es el Señor, porque posee la plenitud del poder ‘en los cielos y sobre la tierra’. Es el poder real ‘por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación Bajo sus pies sometió todas las cosas’ (Ef 1, 2122). Al mismo tiempo es la autoridad sacerdotal de la que habla ampliamente la Carta los Hebreos, haciendo referencia al Salmo 109/110, 4: ‘Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec’ (Heb 5, 6).
La Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II ha vuelto a tomar este tema fascinante, escribiendo que ‘El Señor es el fin de la historia humana, !el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización!, el centro del género humano, la alegría de todos los corazones, la plenitud de sus aspiraciones’ (n. 45). Podemos resumir diciendo que Cristo es el Señor de la historia. En Él la historia del hombre, y puede decirse de toda la creación, encuentra su cumplimiento trascendente.
Cristo crucificado y resucitado, Cristo que ‘subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre’. Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito rodeado de gloria, pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la vida eterna.
Fuentes:
- P. Jorge Nelson Mariñez Tapia.
- Catequesis de Juan Pablo II sobre la Ascensión ((5.IV.89) (12.IV.89)/(19.IV.89))