La Pascua judía era la gran fiesta del pueblo hebreo que conmemoraba su liberación de Egipto. Todo judío recordaba que los egipcios los habían sometido a dura esclavitud y cómo Dios los había librado con prodigios y mano fuerte. Comían un cordero asado, una pasta roja hecha a base de granada y manzana que les recordaba la arcilla de los ladrillos que habían construido y acompañaban la cena con agua salada que recordaba sus lágrimas; además, hierbas amargas y panes ázimos, o sin levadura, 4 copas de vino, cada una con un significado diferente. Jesús se reúne el jueves con sus discípulos al comienzo de la fiesta de los Panes ázimos y manda a dos de ellos, Pedro y Juan, según san Lucas, los cuales disponen todo en un aposento alto de una casa.
Es el momento supremo de la entrega de Jesús. Él es consciente de ser el Hijo de Dios, en quien el Padre ha puesto el mando de todas las cosas, y como preparación a la Eucaristía, primero lava los pies a sus discípulos. Era un oficio de sirvientes, o esclavos, y no era bien visto, por ejemplo, que un rabino pusiera a sus discípulos a lavarle los pies, menos que un rabino les lavara los pies a sus discípulos, y Jesús, queriendo dejar un signo claro del amor que por fuerza se traduce en servicio, se pone a los pies de los apóstoles, incluyendo a Judas, el traidor, queriendo testimoniar que el amor se muestra en el sacrificio de sí mismo, hasta hacer por el otro las labores más humildes. Después, se pone a la mesa con sus discípulos y es muy probable que antes de instituir la Eucaristía, revela a Judas que ya sabe que lo va a traicionar, y Judas sale fuera del Cenáculo.
Habiendo terminado la cena del cordero pascual, Jesús toma el pan ázimo, el pan sin levadura, lo toma, lo fracciona y lo pasa a todos sus discípulos y les dice “Tomen, coman, esto es mi cuerpo”, luego toma la copa de vino de bendición, probablemente la tercera de las cuatro copas que habían de beberse, y la pasa a sus discípulos, diciendo, “Tomen, beban, este es el cáliz de mi sangre”, con cuyas palabras instituye la Eucaristía como el verdadero sacrificio propiciatorio, el sacrificio que realmente quita nuestras culpas, la sangre que verdaderamente nos redime. Jesús se entrega en la cruz pero en la Última cena instituye el sacrificio eucarístico para que se quede como memorial para siempre, pues también dice a los discípulos: “Hagan esto en conmemoración mía”, con lo cual la Iglesia entiende que no solo instituye la Eucaristía sino también los ministros encargados de presidirla y celebrarla, pues sin ministros ordenados, la Eucaristía no sería posible, pero podríamos decir que al revés tampoco, si Jesús instituyó a los ministros fue en función de la Eucaristía, que es la fuente, y el origen de la razón de ser del sacerdocio católico. Un misterio tan profundo como el de la Eucaristía donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y donde unos hombres tomados de entre su pueblo son consagrados como ministros que hagan presente a Cristo en sus sacramentos, es algo que entenderemos totalmente en el cielo.
El sacerdote representa a Cristo, vive en función de la Eucaristía y del amor a los hermanos, por eso el Papa Francisco con tanta insistencia recuerda a los sacerdotes que hagan presente a Cristo en sus gestos, su vida, su conducta, su persona, y que los privilegiados por Cristo fueron siempre los pobres, a quienes el sacerdote debe atender y amar con especial predilección. Ningún sacerdote es perfecto, pero llevamos este tesoro del sacerdocio en vasijas de barro, el barro de nuestra humanidad, y ojalá y el pueblo cristiano orara siempre por los sacerdotes, para que no den escándalo comportándose como contrarios a Cristo sino que en todo tiempo y lugar esparzamos el buen olor de Cristo que nos ha sido comunicado por la ordenación sagrada como un don misterioso y grande de Dios a la humanidad.
Fuente: Pbro. Lic. Roberto Luján Uranga.
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