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2 de febrero, Jornada de la Vida Consagrada

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2 de febrero, Jornada de la Vida Consagrada
En los rostros «descartados» las personas consagradas «se reflejan a sí mismas» porque es precisamente en ellas donde ven «a Cristo sediento, maltratado, extranjero, encarcelado»; en esos abismos de humanidad, «las personas consagradas se hacen cercanas a todos, sin excepción, y en su corazón misericordioso y misionero traen la fraternidad humana».

La vida consagrada es «una parábola de fraternidad en un mundo herido»: así lo escriben los obispos de España en su mensaje para la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, prevista para el 2 de febrero, fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo. «Esperanza para el mundo», «fermento de Cristo en la masa de la humanidad», las personas consagradas son recordadas por los prelados con gratitud y aprecio por el «compromiso» y el «testimonio» que ofrecen al mundo. Al mismo tiempo, la celebración de la Jornada de la Vida consagrada, “quiere ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos y, al mismo tiempo, quiere ser para las personas consagradas una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor”.

Citando las palabras de San Juan Pablo II, la CEE afirma: «A las personas consagradas, pues, quisiera repetir la invitación a mirar el futuro con esperanza, contando con la fidelidad de Dios y el poder de su gracia, capaz de obrar siempre nuevas maravillas”.

La Iglesia española recuerda sucesivamente que en este 2021 el día 2 de febrero cumplirá 25 años: fue el mismo Papa Woytiła, de hecho, quien lo instituyó en 1995. Una fecha que nos permite echar la vista atrás para presentar junto al Señor en el templo todo lo que hemos trabajado, orado, sufrido y esperado durante este tiempo en medio de los hombres y mujeres de nuestro mundo. Una fecha que nos impulsa asimismo a emprender un nuevo tramo del camino, sabiendo que seguimos llevando las candelas del Resucitado; lámparas de fuego capa-ces de alumbrar cualquier oscuridad, cualquier incertidumbre.

Refiriéndose al tema elegido para el aniversario, la CEE destaca cómo “evoca la vocación y misión de las personas consagradas en la Iglesia y en la sociedad, como signo visible de la verdad última del Evangelio, de la llamada perenne de Jesucristo y de la cercanía del Padre para con cada ser humano”. Por ello, en el mundo herido y en el mar turbulento del siglo XXI, los obispos españoles exhortan a la hermandad, al reconocimiento de la «dignidad de cada persona humana», a caminar como una sola humanidad.

El mundo está herido, subraya la CEE, y «en gran parte de nuestro planeta, la herida supura sin descanso, noche y día, más allá o más acá de los vaivenes de la política, la economía, la vida social, etc”. Tanto es así que los abusos y el sufrimiento “ya se han vueltos crónicos”. El hambre, la indigencia, la guerra, la persecución o la explotación – dicen los obispos – no son cosa del pasado: siguen teniendo rostro concreto en tantos que están apaleados al borde de los caminos, por más que muchos pasemos de largo, apremiados por tantas urgencias que no lo son tanto, como vamos descubriendo aún sin remediarlo.

A estos rostros que quizá ya no nos sobrecogen como deberían se unen hoy otros que experimentan nuevas formas de injusticia, aflicción y desesperanza: los afectados por la pandemia de la COVID-19, que se está cebando con los enfermos, los mayores y los más vulnerables; las víctimas de la degradación acelerada del planeta y de las catástrofes naturales, cada vez más violentas; los inmigrantes y refugiados, que huyen por miles del horror y no terminan de encontrar comprensión y cobijo en nuestras posadas; las familias rotas y enfrentadas, devastadas por la incomunicación y sacudidas por la violencia; las personas que han sido abusadas y violentadas en su dignidad y en sus derechos fundamentales, también por quienes deberían haberlas protegido y defendido con mayor celo; las nuevas generaciones y los parados de todas las edades, que se ven desmoralizados e inermes en la búsqueda de una oportunidad o un trabajo que nunca llega, y un sinfín de seres humanos que sufren a nuestro lado.

En todos esos “rostros descartados”, las personas consagradas “se miran y se sienten llamados”, porque es precisamente en ellos donde ven “a Cristo sediento, maltratado, abusado, extranjero, encarcelado; en todos esos abismos de la humanidad se arrodillan y se entregan, haciéndose prójimos de cada uno sin excepción. En su corazón misericordioso y misionero son parábola de la fraternidad humana”.

Fortalecidos, pues, por el hecho de que «la herida no es definitiva ni será eterna», los obispos invitan a las personas consagradas a traer a Cristo al mundo, generando «paciencia y perdón allí donde otros siembran dispersión, furia y rencor”. A ensayar “proyectos de misión compartida y fecunda allí donde otros prefieren trazar fronteras” obedeciendo “con libertad al Señor, que muestra el Camino, allí donde otros se abandonan a un individualismo ciego y desnortado”, eligiendo “con alegría la pobreza y la sencillez del Señor, que encarna la Verdad, allí donde otros cabalgan a lomos del desenfreno y la avidez; sueñan con abrazar cabalmente el amor del Señor, que ensancha la Vida, allí donde otros se dejan arrastrar por la frivolidad y el orgullo”.

La “fraternidad divina” es humana y la “fraternidad humana” “es “divina”, concluyen los obispos españoles. “Esta es la entraña parabólica de los hombres y mujeres que, en medio de innumerables desafíos, al borde del camino o en la posada, en el rincón más inhóspito de una barriada cualquiera o en el coro más bello de cualquier monasterio, se convierten en aceite y vino para las heridas del mundo, vendaje y hogar de la salud de Dios”. En ellos y con ellos “escuchemos una vez más la voz de Jesucristo, Buen Samaritano, que nos envía: «Anda, enton-ces, y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37)”.

 

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