Entrevista con el profesor emérito de teología moral de la Pontificia Universidad Lateranense, el padre Mauro Cozzoli. Un análisis de las cuatro condiciones que vuelven lícita la legítima defensa. Las alternativas al conflicto según el realismo cristiano. “Golpear primero para evitar un hipotético ataque enemigo no es éticamente aceptable”.
Guglielmo Gallone – Città del Vaticano
«Atacar primero para evitar un hipotético ataque del enemigo no es éticamente aceptable»: con estas palabras el padre Mauro Cozzoli, profesor emérito de teología moral en la Pontificia Universidad Lateranense y consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, explica en una entrevista a los medios vaticanos la posición de la Iglesia católica sobre la guerra preventiva. Se trata de un concepto de raíces antiguas, introducido por Emmerich de Vattel en su tratado Le droit des gens (1758), en el que se sustituye el concepto de «guerra justa» por el de guerra «para la defensa», que se convirtió en central durante el ataque de Estados Unidos y otros aliados a Irak en 2003. Más de veinte años después, la crónica internacional pone aún más de actualidad el concepto de guerra preventiva. Además, lo hace en medio de un profundo cambio antropológico, social y geopolítico capaz de trastocar ideas y creencias con las que han crecido las últimas generaciones. Hoy, ese mundo ya no existe. Los actores han cambiado, de la época de las grandes democracias hemos pasado a la de las grandes potencias, donde el orden internacional de los individuos prima sobre el derecho internacional y donde, por tanto, la fuerza parece prevalecer a menudo sobre el diálogo.
El «Catecismo de la Iglesia Católica» prevé la legítima defensa. ¿Cómo se expresa a propósito del concepto de guerra preventiva? Es decir, ante amenazas inminentes, pero aún no concretadas, ¿tiene un Estado, según la Iglesia, el derecho moral de atacar primero?
La Iglesia Católica no hace ninguna referencia explícita a la cuestión de la guerra preventiva. Es más, sólo recientemente ha surgido este concepto. Sin embargo, podemos extraer una enseñanza de otros temas, como la legítima defensa, sobre los que la Iglesia se ha pronunciado claramente. La legítima defensa es un principio de razón, que la tradición moral de la Iglesia siempre ha enseñado. Me refiero aquí a dos documentos autorizados de la Iglesia actual. El primero es Gaudium et spes, la Constitución del Concilio Vaticano II sobre el mundo contemporáneo. Cito: “Mientras existirá el peligro de guerra y mientras no haya una autoridad internacional competente, dotada de fuerzas eficaces, una vez agotadas todas las posibilidades de arreglo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho de legítima defensa… Una cosa es emplear las armas para defender los justos derechos de los pueblos y otra muy distinta imponer el propio dominio sobre otras naciones. El poder de las armas no legitima ningún uso militar o político de las mismas”. El segundo texto es el Catecismo de la Iglesia católica, que precisa las condiciones de legitimidad de la defensa bélica. Entre ellas, no cabe la intervención preventiva. La violencia del agresor tiene que ser de acción, no de anticipación. Nadie prohíbe la posibilidad de organizar la defensa, de dotarse de sistemas defensivos modernos y actualizados. Sin embargo, golpear primero para evitar un hipotético ataque enemigo no es éticamente aceptable.
Entonces, ¿dentro de qué límites contempla el Catecismo el recurso a las armas?
La legítima defensa, para ser lícita, debe cumplir cuatro condiciones muy precisas señaladas por el Catecismo de la Iglesia Católica. La primera: «que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de naciones sea duradero, grave y cierto». Aquí encontramos inmediatamente una deslegitimación directa de la guerra preventiva: se habla de «daño causado», por lo que debe ser un ataque «duradero, grave y cierto» en curso, no en previsión. Segunda condición: «que todos los demás medios para ponerle fin hayan resultado impracticables o ineficaces». Traducido: la defensa no puede ser la primera razón. Tercera condición: «que existan condiciones fundadas de éxito», de lo contrario se corre el riesgo de causar más daños a la población y al país. En esta línea, la cuarta condición: «que el recurso a las armas no cause males y desórdenes más graves que el mal que se quiere eliminar». De ello se deduce la ilicitud de la guerra preventiva.
En el centro de los conflictos actuales más importantes se encuentra el arma nuclear: ¿la Iglesia comprende la lógica histórica y jurídica posterior a la Segunda Guerra Mundial que permitió a algunos países dotarse de este instrumento de destrucción masiva? ¿Y por qué otros países, sintiéndose amenazados, no deberían equiparse con ella?
Porque la escalada que se produciría sería imparable. Y sería una escalada muy preocupante por dos razones. En primer lugar, porque la guerra ya no se libraría con las llamadas armas convencionales, sino con armas cada vez más potentes. La segunda, porque estamos viendo cómo los conflictos bélicos se desplazan de los campos de batalla a las aglomeraciones humanas. Esto ya ocurría con las armas convencionales, no hablemos de las atómicas o químicas, donde corremos el riesgo de generar masacres de poblaciones. “El uso de las armas no causa mayor mal y desorden que el mal que hay que eliminar. En la evaluación de esta condición, la potencia de los medios modernos de destrucción tiene un gran peso”, dice el Catecismo de la Iglesia Católica.
En el complejo mundo en el que nos encontramos hoy, cada vez es más difícil dialogar y renunciar a los propios intereses en aras del bien común. ¿Qué alternativas a la guerra contempla el realismo cristiano?
La Iglesia no tiene alternativas estratégicas que sugerir. Eso corresponde a la política. Sin embargo, la Iglesia sí tiene alternativas valorativas y morales, que están en la raíz y en el origen de las alternativas estratégicas. Quiero recordar dos, de los dos últimos Sumos Pontífices: la alternativa de la fraternidad universal, Fratelli tutti, Papa Francisco, y la «paz desarmada y desarmante», Papa León. Fratelli tutti no es un eslogan, es una alta conciencia moral que hay que cultivar siempre, más aún hoy en el mundo globalizado. Pero esa globalidad no es sólo un hecho sociológico, mediático o económico. Debe convertirse en una tarea que asumir. Esto es lo que significa ser «fratellis tutti» (todos hermanos): generar en cada uno de nosotros una conciencia que revoque la lógica del enemigo, creando relaciones y encuentros, favoreciendo el diálogo para resolver los contrastes. Esta es la alternativa, que, sin embargo, para realizarse necesita un valor y un contenido ético previos, capaces de aniquilar la lógica del otro visto como enemigo. Aquí es donde entra en juego el diálogo, que es la manera de construir una paz «desarmada y desarmante», como nos dijo el Papa León: una paz que en realidad invierte en armamento y se basa en el equilibrio de los armamentos, es una paz disfrazada, que no garantiza nada.
De San Agustín a Santo Tomás, las piedras angulares de la teología moral han dedicado su atención a estos temas. La Iglesia hizo lo mismo con el Catecismo de 1992, pero también con varias encíclicas, entre ellas la «Pacem in terris» de Juan XXIII: ¿cuál es la aportación más importante, en su opinión, y por qué?
Todas son importantes, pero me gustaría destacar una más, la Gaudium et spes: una Iglesia, como leemos en las primeras palabras del documento, «partícipe de los gozos y las esperanzas, de las tristezas y las angustias de los hombres de hoy». Una Iglesia partícipe: éste es el principio de la encarnación. Y que, continúa Gaudium et spes, considerando el horror y la atrocidad de la guerra enormemente aumentados por el progreso de las armas científicas, nos exhorta a considerar el tema de la guerra con una mentalidad completamente nueva, mens omnino nova: con una mens radicalmente nueva. Esto significa que una cultura y una civilización de paz, incluso antes de expresarse en estrategias de paz encargadas a los políticos, debe madurar en las conciencias, debe convertirse en una cultura, una mens, una mentalidad. Es una maduración hecha de principios y valores como la dignidad humana, la fraternidad universal, el derecho y la justicia, que, evangelizados, proclamados y cultivados, dan lugar a pensamientos y resoluciones de paz.