Cada 17 de octubre, la Iglesia Católica conmemora la memoria de San Ignacio de Antioquía (35 – ca. 107), uno de los grandes Padres de la Iglesia y discípulo directo de los apóstoles San Pablo y San Juan, razón por la cual también es reconocido como Padre Apostólico.
A él se le atribuye haber utilizado por primera vez el término “católica” para designar a la Iglesia fundada por Jesucristo. En una de sus célebres cartas pastorales escribió: “Donde está Jesucristo, allí está la Iglesia católica”.
La palabra “católica”, proveniente del griego katholikós —que significa “universal”—, expresa la convicción de Ignacio de que la comunidad de Cristo estaba llamada a acoger a todos sin distinción: hombres y mujeres, judíos y gentiles, ricos y pobres, libres y esclavos. En una época marcada por la exclusión, su enseñanza resultó profundamente novedosa: la Iglesia es para todos los que deseen seguir a Cristo y vivir según el Evangelio.
Para San Ignacio, la universalidad de la Iglesia no solo se refiere a su apertura a toda la humanidad, sino también a su plenitud en Cristo, quien es su Cabeza. En ella subsiste toda la riqueza de los medios de salvación y la misión de anunciar la Buena Nueva hasta los confines de la tierra.
Nacido en Siria hacia el año 35, Ignacio fue elegido tercer obispo de Antioquía, una de las comunidades cristianas más florecientes del siglo I. Según los Hechos de los Apóstoles (Hch 11, 26), fue precisamente en Antioquía donde por primera vez se llamó “cristianos” a los seguidores de Jesús. Por su dinamismo y su papel misionero, se la conocía como la “madre de las Iglesias de la gentilidad”, misión que Ignacio asumió con celo apostólico y espíritu de comunión.
Durante el gobierno del emperador Trajano, San Ignacio fue arrestado por su fe y condenado a morir en Roma, a donde fue trasladado bajo custodia. Durante el camino hacia su martirio, escribió siete cartas dirigidas a distintas comunidades cristianas, en las que exhortaba a la unidad, la fidelidad a los obispos y la caridad fraterna. En ellas firmaba como “Teóforo”, palabra griega que significa “portador de Dios”, expresión que resume su comprensión del discipulado cristiano.
El Papa Benedicto XVI lo llamó “Doctor de la Unidad”, por su testimonio incansable en favor de la comunión eclesial. En una de sus cartas a los fieles de Trales, Ignacio escribió:
“Amaos unos a otros con corazón indiviso. Mi espíritu se ofrece en sacrificio por vosotros, no sólo ahora, sino también cuando logre alcanzar a Dios. Quiera el Señor que en Él os encontréis sin mancha”.
Según la tradición, fue martirizado en Roma alrededor del año 107, devorado por las fieras en el circo, como él mismo había anticipado: “Soy trigo de Dios, y debo ser molido por los dientes de las fieras para ser pan puro de Cristo”.
Su valentía, sus escritos y su profundo amor por la Iglesia han hecho de San Ignacio de Antioquía un modelo de fe, unidad y entrega total a Cristo, recordado hasta hoy como uno de los testigos más luminosos de los primeros siglos del cristianismo.