“Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre” Juan 19:26-27
En el silencio desgarrador del Calvario, entre el dolor y la redención, Jesús nos regala una lección de amor . Desde la cruz, con el alma entregada y el cuerpo quebrantado, no piensa en sí mismo, sino en nosotros .
A María, le dice: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” .
A Juan ya cada uno de nosotros: “Ahí tienes a tu madre” .
En ese momento sagrado, Jesús no solo cuida de su Madre, sino que nos la entrega como un tesoro . María, la que guardó todos los misterios en su corazón (Lc 2:19), ahora es nuestra Madre . La que acompañó a Jesús desde Belén hasta el Gólgota, ahora camina junto a nosotros en cada alegría y cada cruz.
El Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium 54, proclama que María es ” Madre de los miembros de Cristo “, pues cooperó con su amor al nacimiento de la Iglesia. Esto se prefigura en la cruz, cuando Jesús la entrega como madre al discípulo amado.
Al confiar María a Juan, Cristo no solo resolvió un cuidado humano, sino que instituyó un vínculo sobrenatural : la Iglesia encuentra en María su modelo y madre. Tal como lo expresa El Concilio Vaticano II en el documento conciliar Lumen Gentium 54 lo llama “oficio de amor”
Madre ahí tienes a tu hijo, hijo ahí tienes a tu madre
Aunque los relatos de la resurrección no mencionan explícitamente a María, su silencio no es ausencia, sino una presencia serena y fiel que trasciende las palabras. Ella está allí, en el corazón de la comunidad naciente, reunida con los discípulos en oración, sosteniéndolos con su fe inquebrantable mientras esperan el cumplimiento de las promesas de su Hijo. María no necesita ocupar el centro de la escena para ser fundamental: su papel es el de madre, intercesora y guía espiritual, tejiendo con ternura y esperanza los primeros hilos de la Iglesia.
El amor que Jesús derramó desde la cruz —un amor radical, que no guarda nada para sí— no se extingue con su muerte, sino que se transforma en vida nueva. Ese mismo amor se hace fuego en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles, y María, una vez más, está presente. Ella, que supo acoger al Verbo en su seno, ahora acoge al Espíritu en su corazón, y con su presencia materna nos muestra el camino para recibirlo también nosotros.
Con María en medio de la comunidad, la promesa de Jesús se vuelve más cercana, más humana, más real. En ella descubrimos que no estamos solos, que somos verdaderamente hijos de un Padre que nos ama sin medida, y que, a través del Espíritu Santo, ese amor nos transforma, nos une y nos envía al mundo como testigos vivos de la esperanza.
Madre ahí tienes a tu hijo, hijo ahí tienes a tu madre
San Buenaventura (1217–1274), fraile franciscano y uno de los grandes místicos y teólogos del siglo XIII, en su obra “ La obra: Meditaciones sobre la Pasión de Cristo” . Presenta que María “Fue crucificada con Él en el corazón”, estableciendo que María no fue una espectadora pasiva del sufrimiento de su Hijo, sino como partícipe real de la pasión , no en sentido físico, sino en el nivel más profundo del alma. Ella se mantuvo firme, al pie de la cruz, contemplando con sus propios ojos el martirio del Hijo que ella misma concibió con amor virginal . Cada golpe, cada escarnio, cada gota de sangre era para María una espada en el corazón, como lo había profetizado Simeón (Lc 2,35).
Su compasión no es solo dolor emocional; es una verdadera participación espiritual en el sacrificio de Cristo. Por eso, San Buenaventura dice que fue “crucificada con Él en el corazón”, porque su amor materno hizo que sintiera en su alma cada uno de los tormentos del cuerpo de su Hijo .
Madre ahí tienes a tu hijo, hijo ahí tienes a tu madre
El dolor de María ( Stabat Mater ) no fue solo físico, sino una agonía emocional, espiritual y existencial . En ella se reflejan los sufrimientos humanos más profundos: la injusticia, la inseguridad ciudadana, la pérdida, la traición, la impotencia y la fe puesta a prueba .
Madre ahí tienes a tu hijo, hijo ahí tienes a tu madre
Es el grito silencioso de una Sociedad en agonía
Es el momento de dolor desgarrador que vive una madre al ver a su hijo en agonía, ese instante eterno donde el mundo parece detenerse ante la impotencia más absoluta. Sus manos tiemblan al intentar acariciar ese rostro que se desvanece, sus ojos reflejan el tormento de quien presencia lo impensable: la partida injusta de un ser amado. Este sufrimiento es el dolor primigenio que atraviesa el alma como una espada, es el mismo que hoy se estremece a nuestra sociedad ante el flagelo imparable de la inseguridad ciudadana.
Recordamos aquí lo que dice la Encíclica Evangelium Vitae – El Evangelio de la Vida (de San Juan Pablo II, 1995) : – Cito “Cuando la sociedad tolera que se arrebaten vidas inocentes, pierde su humanidad” (n.12) . -Cierro la Cita
Ese mismo dolor lo experimentamos hoy como sociedad al presenciar cómo la inseguridad ciudadana crece sin control, cómo se expande como una mancha de aceite que contamina cada rincón de nuestra convivencia. Las calles que antes fueron testigos de juegos infantiles y tertulias vecinales hoy son escenarios de terror donde cualquier persona puede convertirse en víctima. El miedo ha tejido su telaraña en el corazón de nuestras ciudades, paralizando la vida cotidiana y envenenando las relaciones humanas con desconfianza y recelo.
Cada noticia de un robo violento, un secuestro o un asesinato nos golpea como un luto colectivo, resonando en nuestros hogares como un eco de angustia compartida. No son simples cifras en un informe policial: son sueños truncados, futuros robados, familias condenadas a un dolor sin fin. Detrás de cada estadística hay una madre que no podrá volver a abrazar a su hijo, un padre que guardará para siempre la foto de su niño en la cartera, hermanos que crecerán con el vacío irreparable de la ausencia.
Ya el Santo Padre se había referido a este en su Encíclica Fratelli Tutti que significa Hermanos Todos del año 2020. “La inseguridad acrecienta el miedo y recluye en sí mismos” (n.53)
Pues detrás de cada crimen hay familias destrozadas, madres que lloran y un tejido social que se desmorona. La violencia no solo mata personas; asesina la confianza, la solidaridad, esa red invisible que nos mantenía unidos como comunidad. Cada acto delictivo es un golpe más al ya debilitado cuerpo social, que sangra por mil heridas abiertas de impunidad y desesperanza.
La agonía de un hijo es comparable al miedo de los padres que esperan angustiados el regreso de sus seres queridos, esa angustia que se instala en el pecho cuando el reloj marca la hora de llegada y la puerta no se abre. Es el tormento de las llamadas que no son respondidas, de los mensajes que quedan en visto, de la imaginación que dibuja los peores escenarios cuando el retraso se prolonga demasiado. Hoy, en nuestro país, ser padre o madre es vivir en un estado constante de alerta, con el corazón encogido cada vez que un hijo sale a la calle.
Sin saber si volverán sanos y salvos, los padres contemporizamos con el miedo, enseñando a nuestros hijos a vivir en cautiverio voluntario. Les inculcamos rutinas de supervivencia: no salir de noche, evitar ciertos barrios, no resistirse ante un asalto. Hemos normalizado lo inaceptable, cambiando libertades por una falsa sensación de seguridad, mientras la delincuencia sigue campando a sus anchas.
Madre ahí tienes a tu hijo, hijo ahí tienes a tu madre
La violencia nos ha robado la paz, convirtiendo lo cotidiano—caminar por la calle, tomar un transporte público o simplemente salir de casa—en un acto de valentía. Ya no somos ciudadanos libres, sino rehenes de nuestra propia ciudad. Cada trayecto se convierte en una odisea, cada viaje en transporte público un ejercicio de tensión constante, cada salida nocturna una regla rusa donde las balas son las probabilidades de ser víctima.
Las autoridades, en muchos casos, parecen indiferentes o impotentes, atrapadas en la burocracia o la corrupción que minan cualquier intento de solución real. Sus discursos huecos ya no consuelan, sus promesas suenan a letra muerta en un país donde la justicia parece haber tomado vacaciones permanentes. Mientras tanto, la ciudadanía clama por respuestas que nunca llegan, por acciones concretas que devuelvan la tranquilidad perdida.
Mientras la delincuencia se fortalece, aprovechando la desesperación y la falta de oportunidades que ella misma ha ayudado a crear. Es un círculo vicioso donde la pobreza alimenta la criminalidad y la criminalidad profundiza la pobreza. Los jóvenes, privados de educación y trabajo digno, se encuentran en el delito un atajo peligroso hacia la supervivencia, perpetuando así el ciclo de violencia que devora nuestro futuro.
Como María al pie de la cruz, la sociedad clama justicia, pero a menudo solo recibe silencio. Nuestros gritos parecen perderse en el vacío, nuestras demandas chocan contra un muro de indiferencia institucional. El dolor colectivo no encuentra consuelo en las estructuras de poder, que parecen más preocupadas por disputas políticas que por proteger a quienes juraron servir.
Madre ahí tienes a tu hijo, hijo ahí tienes a tu madre
El desafío es transformar este sufrimiento en acción, convertir el dolor en motor de cambio. Porque solo unidos—con políticas efectivas que atacan las raíces del problema—podremos rescatar nuestra seguridad y dignidad. Necesitamos estrategias integrales que combatan tanto los síntomas como las causas: educación de calidad que ofrezca alternativas reales, oportunidades laborales que alejan a los jóvenes del crimen, sistemas judiciales eficientes que castiguen a los culpables y protejan a las víctimas.
Con educación y oportunidades podremos romper el círculo vicioso de la violencia. Escuelas que sean faros de esperanza en los barrios más vulnerables, talleres que enseñen oficios, programas sociales que lleguen realmente a quienes más lo necesitan. Porque la seguridad no se construye solo con más policías en las calles, sino con más libros en las manos de nuestros niños, con más herramientas para construir vidas dignas.
Podemos rescatar nuestra seguridad y dignidad cuando entendemos que este es un problema de todos, no solo de las autoridades. Cada ciudadano tiene un papel que jugar: tomando conciencia de las consecuencias del mal tanto para la propia persona como para la sociedad, trabajando honestamente y aportando al bien común, denunciando la corrupción, participando en las soluciones comunitarias, exigiendo transparencia en el uso de los recursos públicos. La reconstrucción del tejido social empieza por gestos pequeños pero significativos: conocer a nuestros vecinos, recuperar los espacios públicos, tender puentes en lugar de muros.
Madre ahí tienes a tu hijo, hijo ahí tienes a tu madre
La vida de ningún hijo debería ser el precio de nuestra indiferencia. Cada joven asesinado, cada niño que pierde la vida por la violencia, es una acusación contra nuestro silencio colectivo y negligencia. Hoy más que nunca necesitamos despertar como sociedad, dejar de lado las divisiones y unirnos frente al enemigo común que es la inseguridad. Porque mientras discutimos sobre trivialidades, el crimen sigue cobrando vidas inocentes.
El dolor de esas madres que ven morir a sus hijos debe ser nuestro dolor, su lucha nuestra lucha. Solo cuando sintamos en carne propia el sufrimiento ajeno, cuando la indignación supere al miedo, podremos generar los cambios profundos que nuestro país necesita. La seguridad no es un privilegio, es una necesidad básica del ser humano, y en consecuencia, un derecho fundamental que estamos obligados a defender, para nosotros y para las generaciones venideras.
Como María al pie de la cruz, estamos llamados a sostener la esperanza incluso cuando todo parece perdido. Porque tras el dolor, florece la resurrección; y después de la noche más oscura, siempre amanece un nuevo día.
Hoy, más que nunca, nuestra sociedad necesita renacer de sus propias cenizas: más fuerte, más solidaria, más consciente del valor sagrado e irrepetible de cada vida humana.
Ese es el verdadero desafío: transformar el sufrimiento en fuerza, el miedo en valentía, y la indignación en una voluntad firme de construir, juntos, un futuro más justo, más humano, más luminoso.
Que no nos venza la desesperanza. Que, como María, sepamos permanecer de pie, con fe y con amor.
Amén
(Por Revdo. Diácono Luis Sandy Cabrera Martínez, Parroquia Espíritu Santo de Villa Mella, Vicaría Episcopal Territorial Norte)