En la meditación en el Aula Pablo VI, en presencia del Papa León XIV, la religiosa de la comunidad monástica de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento invita a una esperanza que conecta pasado y futuro. No una nostalgia “desconectada del presente”, sino un impulso hacia “el gran horizonte de la vida que no muere”.
Edoardo Giribaldi – Ciudad del Vaticano
“¡La belleza salvará al mundo!”, se repite a menudo, atribuyendo la frase al príncipe Myškin, protagonista de El idiota de Fiódor Dostoyevski. Más que una afirmación, es en realidad una “dramática pregunta”: “¿Qué belleza salvará al mundo?”. La respuesta, paradójicamente, está en la obra ante la que el príncipe se detiene: El Cristo muerto de Hans Holbein. Su “gran belleza derrotada” nos salvará, porque “la esperanza nace allí donde las lágrimas del dolor y del arrepentimiento fecundan el alma en la humildad y en la renovación de vida”.
En un fascinante entrelazado de arte y realidad, de pasado, presente y futuro, sor María Gloria Riva reflexiona sobre el tema central del Año Santo: la esperanza. Lo hace en el Aula Pablo VI, en presencia del Papa León XIV, con motivo del Jubileo de la Santa Sede, cuyas celebraciones se desarrollan este lunes 9 de junio, en la memoria litúrgica de María Madre de la Iglesia.
El agradecimiento al Papa Francisco
Sor Riva comenzó su intervención visiblemente emocionada, recordando cómo el Papa Francisco y el arzobispo Rino Fisichella —responsable de la organización del Jubileo y pro-prefecto del Dicasterio para la Evangelización— pensaron en ella para “este gran evento”. Dirigió un saludo especialmente sentido a León XIV, subrayando lo que les une: su formación común según la Regla de san Agustín y la aprobación de su comunidad por parte de León XII hace dos siglos.
La esperanza como cuerda tensa
Residente desde hace una década en San Marino, la religiosa destacó el valor de los pequeños Estados en un mundo globalizado, donde las tradiciones mantienen “firme el hilo de la esperanza”, mientras el mundo corre el riesgo de perder sus “raíces históricas”.
Hilo y esperanza: palabras profundamente ligadas, ya que el término bíblico tikva, que significa esperanza, proviene de la raíz kav, que en hebreo indica “cuerda”, “hilo” que conecta dos extremos. Así, en el hebreo bíblico, “tiene esperanza aquel que, enraizado en su pasado, sabe proyectarse hacia el futuro viviendo el presente en tensión”.
Suspendidos entre pasado y futuro
Habitar esa tensión no es fácil, pero es necesario. El equilibrio entre pasado y futuro, según sor Riva, “es la gran raíz de la esperanza”. Inclinarse demasiado hacia uno de los polos puede ser peligroso: mirando sólo al pasado, se corre el riesgo de caer en una “nostalgia de lo que ya no existe”, generando un tradicionalismo estéril; mirando sólo al futuro, se puede caer en un “futurismo ilusorio”, incapaz de afrontar los retos concretos del presente.
De Chirico, el regreso del hijo pródigo
Como un hilo que se va tejiendo palabra tras palabra, cada reflexión de la religiosa se conecta con la siguiente. Menciona el “futurismo”, evocando el movimiento artístico en el que participó Giorgio de Chirico. “El pasado, con sus glorias y dolores, puede ser un trampolín para vivir el presente con la tensión adecuada”, afirma sor Riva.
Se inspira en la obra El regreso del hijo pródigo (1922) de De Chirico, donde el artista —primero intervencionista, luego desencantado tras la guerra— se autorretrata como el hijo pródigo: hombros anchos, muslos marcados, tobillos delgados. Un “hombre hecho a sí mismo”, confundido pero abrazado por el padre, una estatua griega que baja del pedestal para acogerlo. “Sí, el pasado nos sale al encuentro con sus preguntas, no para aplastarnos, sino para impulsarnos al presente, mirando al futuro con esperanza”.
Correr, pero con rumbo
Las inquietudes del pasado se hacen más intensas en el presente. La carrera desenfrenada hacia el progreso, en un mundo donde “los medios de comunicación social están creando nuevas formas de vida sociocultural”, puede provocar confusión. “Atención”, advierte sor Riva, “los medios son herramientas: requieren que el usuario no renuncie a sus raíces ni se lance a un destino indefinido, sino que sepa orientarse”. Aquí se nota su formación agustiniana, pues cita al obispo de Hipona: “No se corre bien si no se sabe adónde se corre”.
Obrar con horizontes grandes
Hay un recorrido, sin embargo, que debemos recorrer sin miedo: el de Juan y Pedro hacia el sepulcro vacío. “Es la carrera de quien sabe que la esperanza está en la vida verdadera, la vida eterna. La eternidad nos espera a todos: creyentes y no creyentes”. De ahí proviene su invitación a actuar “por el gran horizonte de la vida que no muere”, preguntándonos si cada paso está en sintonía con la verdad, “que es caridad y eternidad”.
Así se manifiesta la esperanza: “afirmando la verdad que respeta la vida desde su concepción hasta su fin; que respeta la dignidad de cada persona, más allá de su género, fe o nacionalidad; que respeta las costumbres y culturas de cada pueblo, esa gran riqueza universal”.
Péguy y Hugo, el asombro de la humildad
El Jubileo nos invita a reflexionar sobre las “cosas últimas”, que pueden sacudirnos interiormente, generando sentimientos de insuficiencia o fracaso. Pero de esa humildad nace “esa pequeña niña sin importancia”, la esperanza, según la bella definición de Charles Péguy. Los humildes, añade sor Riva citando a Víctor Hugo, “son los verdaderamente fuertes, capaces de mirar la vida con ojos de asombro”.
La humildad vence al “gran enemigo del hombre, el Maligno, que acecha justo donde más se manifiesta la santidad”. Por eso, es necesario armarse de modestia, para reconocer, “con los ojos del asombro, los pequeños pero firmes pasos de la esperanza”.
No basta conocer, hay que creer
Recordando a la beata María Magdalena de la Encarnación, fundadora de las Adoratrices Perpetuas, sor Riva señala que “las últimas palabras de un santo son las más importantes de conservar”. Las de Jesús en la Última Cena conectan “la fe en el Padre y la esperanza en la vida eterna con la caridad entre nosotros”. Así, esperar significa vivir en unidad, y la Eucaristía es el canal privilegiado de la esperanza, capaz de armonizar las tensiones entre pasado, presente y futuro. No basta conocerla: hay que “creerla” y proclamarla.
Entre persecuciones y consuelos
“¿Cómo vencer la mirada acostumbrada y cultivar la mirada humilde del asombro?”, se pregunta la religiosa. La respuesta está en su propia comunidad, fundada en Roma en tiempos napoleónicos, entre persecuciones y el “secuestro” de Pío VII. Fue el Papa quien quiso el primer monasterio junto al Quirinal, entonces residencia papal: un llamado a dirigir la mirada a la Eucaristía, “entre las persecuciones del mundo y los consuelos divinos”, como escribía san Agustín. En Dios está el consuelo definitivo: “Él nos ama con amor eterno. A nosotros nos toca dejarnos moldear y realizar en el tiempo las luces que el Espíritu Santo nos regala, a través de la Eucaristía y de la Virgen María, signo seguro de esperanza”.
Dostoyevski, la belleza que salva
Y así volvemos a Dostoyevski. El príncipe Myškin contempla la ya mencionada obra de Holbein que retrata a Cristo muerto a tamaño natural, con ojos hundidos y el cuerpo marcado por la descomposición. “¿Qué belleza nos salvará? ¿La de la cruz? ¿La de la derrota?”. Sor Riva responde: “Sí, la cruz todavía puede salvarnos: una cruz aceptada y ofrecida”.
Dalí, signos de renacimiento
La última imagen evocada es La Virgen de Port Lligat de Salvador Dalí, pintada después de Hiroshima: símbolo de la tragedia que la ciencia y la técnica, desvinculadas de la ética, podrían provocar. El rostro de la Virgen es el de Gala, esposa y consuelo del artista. A su alrededor, signos de ruina: un arco roto que la cubre (“como nuestras instituciones, antiguas pero a menudo marcadas por el deterioro”), el pez cristológico en la predela, montañas suspendidas.
Pero también hay signos de renacimiento: un huevo, ángeles con las manos tendidas, mujeres embarazadas. El vientre de María y el Niño Jesús están abiertos como las Puertas Jubilares. En el centro del Niño Divino, el Pan Eucarístico. En sus manos, dos elementos: “el universo y la Palabra, la sabiduría humana y divina”. De ahí nace la esperanza: de la Eucaristía, “de la fuerza del pasado”, para interpretar el presente de forma creativa y “apostar” con confianza por el futuro —confiando siempre en la ayuda atenta de María.
La procesión
Al término de la meditación, se entregó al Papa León la cruz del Jubileo, que llevó en procesión desde el Aula Pablo VI hasta la entrada de la Basílica Vaticana, pasando por el Arco de las Campanas. Detrás del Pontífice, cardenales, obispos y sacerdotes, seguidos por el personal laico.