San Jerónimo: el gran traductor de la Biblia y Doctor de la Iglesia

Cada 30 de septiembre, la Iglesia Católica celebra a San Jerónimo (c. 347 – 420), uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia Latina junto con San Agustín, San Ambrosio y San Gregorio Magno. Reconocido como Doctor de la Iglesia, se le recuerda principalmente por su extraordinaria traducción de la Sagrada Escritura al latín, conocida como la Vulgata, texto que por siglos fue la Biblia oficial de la Iglesia Católica.

Una vida de búsqueda y conversión

Su nombre completo era Sofronio Eusebio Jerónimo y nació en Estridón, en la región de Dalmacia (actual Croacia), hacia el año 347, en una familia cristiana y acomodada. Desde joven destacó por su inteligencia y fue enviado a Roma para perfeccionar sus estudios. Allí, fascinado por la literatura clásica, se entregó a la vida mundana hasta que, tocado por la gracia, recibió el bautismo y descubrió su vocación hacia la vida ascética.

Se unió primero a una comunidad de ascetas en Aquileia, pero tras desilusiones personales se trasladó a Oriente, donde vivió como ermitaño en el desierto de Chalkis, cerca de Alepo. Durante esos años de soledad se dedicó al estudio, aprendiendo hebreo, perfeccionando el griego y meditando profundamente la Palabra de Dios. Más tarde fue ordenado sacerdote en Antioquía (379) y estudió en Constantinopla bajo la guía de San Gregorio Nacianceno.

Al servicio del Papa Dámaso

En el año 382 regresó a Roma y participó en un concilio convocado por el Papa Dámaso I. Admirado por su erudición, el Pontífice lo nombró secretario y le encomendó una tarea decisiva: realizar una nueva traducción de la Biblia al latín, corrigiendo las versiones imperfectas que circulaban en su tiempo. Jerónimo aceptó, convencido de que la Palabra debía llegar con claridad y fidelidad a todos los fieles.

Durante esos años también dirigió a grupos de nobles romanas, como Santa Paula y su hija Eustoquia, hacia una vida de oración y estudio bíblico. Sin embargo, su carácter fuerte y sus exigencias austeras le ganaron incomprensiones y enemigos. Tras la muerte del Papa Dámaso (384), Jerónimo decidió abandonar Roma y dirigirse a Tierra Santa.

Belén, su lugar definitivo

En el año 386 se estableció en Belén, donde pasó el resto de su vida. Gracias al apoyo de Santa Paula fundó un monasterio masculino, uno femenino y un hospicio para peregrinos. Allí, junto a la gruta de la Natividad, se dedicó a la oración, la enseñanza, la acogida de viajeros y, sobre todo, a su gran obra de traducción bíblica.

La Vulgata, concluida hacia el año 405, fue fruto de años de intenso trabajo: revisó el Nuevo Testamento a partir del griego y tradujo el Antiguo Testamento directamente del hebreo. Su labor no solo marcó la historia de la Iglesia, sino también la del pensamiento occidental, al sentar las bases de la filología bíblica.

Un hombre de carácter y fe

San Jerónimo fue conocido por su temperamento impetuoso y su estilo polémico, pero también por su pasión sincera por Cristo y su amor a la Sagrada Escritura. Él mismo resumía su convicción con la célebre frase:
“Ignorar la Escritura es ignorar a Cristo”.

La tradición conserva además un conmovedor relato: una noche de Navidad, el Niño Jesús se le apareció en la gruta de Belén y le pidió un regalo. Tras ofrecerle su salud, fama y estudios, el Señor le dijo: “Jerónimo, dame tus pecados para perdonártelos”. El santo comprendió entonces que el mayor don que Dios espera de cada creyente es un corazón arrepentido.

Legado y patronazgo

San Jerónimo murió el 30 de septiembre del año 420, a los casi 80 años, tras una vida dedicada al estudio, la penitencia y la enseñanza. Sus escritos abarcan cartas, comentarios bíblicos, tratados doctrinales, obras históricas e hagiográficas, que siguen siendo una fuente de sabiduría espiritual y cultural.

Proclamado Doctor de la Iglesia en 1567 por el Papa Pío V, es considerado patrono de los estudios bíblicos y de quienes se dedican a la traducción e interpretación de la Sagrada Escritura.

Cada mes de septiembre, la Iglesia recuerda a San Jerónimo promoviendo entre los fieles el amor por la Biblia, convencida –como él decía– de que en ella encontramos el rostro vivo de Cristo y la clave para nuestra salvación.

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